domingo, 3 de octubre de 2010

Hacerse los suecos, jamás

(...) Sin embargo, no tenemos ningún motivo para hacernos los suecos –o hacer como los suecos, que tampoco tienen razones– en este momento de la historia europea. Ni para echar a ciudadanos europeos gitanos, ni para arrojar las culpas de la crisis sobre los inmigrantes, ni para acosar a los periodistas que en España denuncian la persecución a extranjeros (pobres, claro), ni para aplaudir los comportamientos xenófobos, ni para adoptar esa tibia actitud: “Es que tú no vives cerca de ellos, no tienes que sufrirlos”. Ésta es una frase que ha seguido siempre a un incendio de viviendas de los otros, justificando el racismo con la docilidad envenenada del biempensante.

El mundo existe porque nos hemos ido moviendo desde que los primeros hombres y mujeres erguidos sobre sus dos patas salieron del continente africano para mejorar su situación, hace millones de años. Desde que una ameba en una charca asomó lo que tuviera por cabeza para cumplir su destino de avanzar. Ahora que lo pienso, hay algo profundamente judeocristiano en nuestro rechazo del otro: la noción de la partida como castigo, como expulsión, grabada en nuestro subconsciente. A Adán y Eva los echó Dios del paraíso, pecar tuvo como resultado partir. Y la emigración de Caín se produce después de que le abriera la cabeza, con la quijada de un asno, al plasta de Abel, su hermano ejemplar y, seguramente, acusica. Del mismo modo, en los westerns más aplaudidos de Hollywood, los que se quedan, los colonos, los agricultores, son retratados como mejores que los vaqueros, los forajidos, que acaban mal, por mucho que nos gusten.

El único viaje bien visto es el del turismo. Con todo tan bien organizado que nos sintamos como en casa.

Maruja Torres
El País Semanal 3/10/10

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