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domingo, 24 de junio de 2012

¿Peso o levedad?

La idea del eterno retorno es misteriosa y con ella Nietzsche dejó perplejos a los demás filósofos: ¡pensar que alguna vez haya de repetirse todo tal como lo hemos vivido va, y que incluso esa repetición haya de repetirse hasta el infinito! ¿Qué quiere decir ese mito demencial?
 El mito del eterno retorno viene a decir, per negationem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada significan. No es necesario que los tengamos en cuenta, igual que una guerra entre dos Estados africanos en el siglo catorce que no cambió en nada la faz de la tierra, aunque en ella murieran, en medio de indecibles padecimientos, trescientos mil negros.
¿Cambia en algo la guerra entre dos Estados africanos si se repite incontables veces en un eterno retorno?
Cambia: se convierte en un bloque que sobresale y perdura, y su estupidez será irreparable.
 Si la Revolución francesa tuviera que repetirse eternamente, la historiografía francesa estaría menos orgullosa de Robespierre. Pero dado que habla de algo que ya no volverá a ocurrir, los años sangrientos se convierten en meras palabras, en teorías, en discusiones, se vuelven más ligeros que una pluma, no dan miedo. Hay una diferencia infinita entre el Robespierre que apareció sólo una vez en la historia y un Robespierre que volviera eternamente a cortarle la cabeza a los franceses.
 Digamos, por tanto, que la idea del eterno retorno significa cierta perspectiva desde la cual las cosas aparecen de un modo distinto a como las conocemos: aparecen sin la circunstancia atenuante de su fugacidad. Esta circunstancia atenuante es la que nos impide pronunciar condena alguna. ¿Cómo es posible condenar algo fugaz? El crepúsculo de la desaparición lo baña todo con la magia de la nostalgia; todo, incluida la guillotina.
 No hace mucho me sorprendí a mí mismo con una sensación increíble: estaba hojeando un libro sobre Hitler y al ver algunas de las fotografías me emocioné: me habían recordado el tiempo de mi infancia; la viví durante la guerra; algunos de mis parientes murieron en los campos de concentración de Hitler; ¿pero qué era su muerte en comparación con el hecho de que las fotografías de Hitler me habían recordado un tiempo pasado de mi vida, un tiempo que no volverá?
 Esta reconciliación con Hitler demuestra la profunda perversión moral que va unida a un mundo basado esencialmente en la inexistencia del retorno, porque en ese mundo todo está perdonado de antemano y, por tanto, todo cínicamente permitido.

 Si cada uno de los instantes de nuestra vida se va a repetir infinitas veces, estamos clavados a la eternidad como Jesucristo a la cruz. La imagen es terrible. En el mundo del eterno retorno descansa sobre cada gesto el peso de una insoportable responsabilidad. Ese es el motivo por el cual Nietzsche llamó a la idea del eterno retorno la carga más pesada (das schwerste Gewicht).
 Pero si el eterno retorno es la carga más pesada, entonces nuestras vidas pueden aparecer, sobre ese telón de fondo, en toda su maravillosa levedad.
Pero ¿es de verdad terrible el peso y maravillosa la levedad?
 La carga más pesada nos destroza, somos derribados por ella, nos aplasta contra la tierra. Pero en la poesía amatoria de todas las épocas la mujer desea cargar con el peso del cuerpo del hombre. La carga más pesada es por lo tanto, a la vez, la imagen de la más intensa plenitud de la vida. Cuanto más pesada sea la carga, más a ras de tierra estará nuestra vida, más real y verdadera será.
 Por el contrario, la ausencia absoluta de carga hace que el hombre se vuelva más ligero que el aire, vuele hacia lo alto, se distancie de la tierra, de su ser terreno, que sea real sólo a medias y sus movimientos sean tan libres como insignificantes.
 Entonces, ¿qué hemos de elegir? ¿El peso o la levedad?
 Este fue el interrogante que se planteó Parménides en el siglo sexto antes de Cristo. A su juicio todo el mundo estaba dividido en principios contradictorios: luz-oscuridad; sutil-tosco; calor-frío; ser-no ser. Uno de los polos de la contradicción era, según él, positivo (la luz, el calor, lo fino, el ser), el otro negativo. Semejante división entre polos positivos y negativos puede parecernos puerilmente simple. Con una excepción: ¿qué es lo positivo, el peso o la levedad? Parménides respondió: la levedad es positiva, el peso es negativo. ¿Tenía razón o no? Es una incógnita. Sólo una cosa es segura: la contradicción entre peso y levedad es la más misteriosa y equívoca de todas las contradicciones.

La insoportable levedad del ser
Milan Kundera

domingo, 26 de febrero de 2012

El niño de arena

Ya sé que tengo esto muy abandonado, intentaré actualizar esta semana con mis últimos descubrimientos. Este libro, por ejemplo, muy recomendable.


Había llegado a desear la amnesia, o quemar mis recuerdos unos después de otros, o bien reunirlos como un montón de madera muerta, atarlos con un hilo transparente, o mejor, envolverlos con una tela de araña, y librarme de ellos en la plaza del mercado. Venderlos por un poco de olvido, por un poco de paz y silencio. Si nadie los quisiese, abandonarlos como equipajes perdidos. Me imaginaba ponderando su riqueza, su curiosidad, su rareza, y también su extrañeza. De hecho me veía mal en ese mercado de las memorias que se dan, se intercambian y se van en polvo o en humo. Sería demasiado cómodo.
Salir, adelantar la cabeza invertida, mirar el cielo, sorprender al final de la jornada la salida de un astro, el camino de alguna estrella y no pensar más. Elegir una hora discreta, una vía secreta, una luz suave, un paisaje donde seres amantes, sin pasado, sin historia, estaría sentados como en esas miniaturas persas donde todo parece maravilloso, fuera del tiempo. ¡Ah!, si pudiese franquear este seto lleno de picas, este seto, verdadera muralla móvil que precede y me bloquea el camino, si pudiese atravesarlo a costa de algunas heridas e ir a tomar sitio en esta miniatura del siglo XI; manos de ángel me depositarían sobre esa alfombra preciosa, en silencio, sin molestar al viejo narrador, un sabio que practica el amor con gran delicadeza. Le veo ahí a punto de acariciar las caderas de una joven, feliz de darse a él, sin temor, sin violencia, con amistad y pudor...
Tantos libros se han escrito acerca de los cuerpos, los placeres, los perfumes, la ternura, la dulzura del amor entre hombre y mujer en el Islam..., libros antiguos y que nadie lee ya hoy día. ¿Dónde ha desaparecido el espíritu de esta poesía? Salir y olvidar. Ir hacia lugares retirados del tiempo. Y esperar. Antes, no esperaba nada, o más bien, mi vida estaba regulada por la estrategia del padre. Acumulaba las cosas sin tener que esperar. Hoy, voy a tener el placer de esperar. Qué importa qué o a quién. Sabré que la espera puede ser una ceremonia, un encantamiento, y que de la lejanía haré surgir un rostro o una mano; los acariciaré, sentada ante el horizonte que cambia de línea y de colores, los veré marchar, me habrán dado así el deseo de morir lentamente ante este cielo que se aleja...

El niño de arena
Tahar Ben Jelloun

domingo, 24 de abril de 2011

Fahrenheit 451

Montag era bombero y su oficio consistía en provocar incendios. No quemaba cualquier cosa, sólo libros y, excepcionalmente, como castigo ejemplar, las casas donde se escondían bibliotecas enteras. Las autoridades habían prohibido los libros en defensa del bien común. La literatura era muy perniciosa porque despertaba sentimientos en los ciudadanos a base de mentiras. La experiencia de seres inventados provocaba en las personas reales un sufrimiento auténtico, porque estimulaba su sentido crítico e inspiraba la tarea de cuestionarse su propia existencia. Los relatos de la insatisfacción producían insatisfacción, la memoria del dolor sembraba dolor, el anhelo de amor ponía de manifiesto la ausencia de amor, la fiebre del deseo incendiaba la conciencia de quienes nunca habían necesitado sentirlo. La literatura perturbaba la paz social y la felicidad individual, pero no era la única materia prohibida. La filosofía, aún más dañina, minaba los fundamentos de una armonía basada en un sistema de respuestas que no había necesitado de preguntas previas. La Historia, con todo, era lo peor, porque demostraba que el pasado había existido, y el pasado, con sus preguntas y sus respuestas, era el enemigo más feroz del armonioso presente donde los bomberos como Montag quemaban libros y detenían a los individuos antisociales que los conservaban aunque estuvieran prohibidos por la ley.
      Montag era bombero y su oficio consistía en provocar incendios. Todos los días buscaba libros escondidos, los encontraba, los tocaba, los colocaba sobre una rejilla, les aplicaba el lanzallamas y los veía arder. Pero Montag sabía leer, y todos los días, después de buscar, encontrar, tocar libros, contemplaba los rostros de los delincuentes que se aferraban a ellos con desesperación, para afrontar su destino con un orgullo misterioso y desafiante. Hasta que un día, cuando ninguno de sus compañeros podía verle, salvó un libro de la quema, se lo metió en el uniforme, lo escondió en su casa y, por la noche, mientras su mujer dormía, se levantó para empezar a leer la vida de David Copperfield. Había mucho dolor en aquel libro. Arbitrariedades, injusticia, soledad, desesperanza. Pero también había amistad, lealtad, cariño, amor. Montag fue descubriéndolo poco a poco, mientras leía por las noches. Y nunca volvió a ser el mismo.
      El funcionario ejemplar empezó a sentir el uniforme del que antes había estado tan orgulloso como una cárcel que apenas le consentía respirar. El orden a cuya defensa había destinado su juventud se le apareció como una insoportable tiranía. Aunque los cacheaba igual que sus compañeros, dejó de detener a las personas que llevaban libros escondidos en la ropa y empezó a sufrir en los incendios como si el papel que ardía fuera su propia piel. Se convirtió en un clandestino mientras aún formaba parte del sistema, y cuando ya no pudo seguir haciendo la guerra por su cuenta, huyó para seguir las vías del tren, hasta llegar al bosque donde vivían los hombres-libro, aquellos que habían quemado su libro favorito sólo después de aprenderlo de memoria, una biblioteca viviente dispuesta a perpetuarse por generaciones para conservar la memoria del conocimiento humano, hasta que llegara el momento en que pudieran dictarla para que los libros se imprimieran de nuevo.

      Esta historia se titula Farenheit 451, como la temperatura a la que arde el papel y de la que toma su nombre el cuerpo de bomberos al que Montag perteneció antes de que David Copperfield le convirtiera en un hombre distinto. Ray Bradbury la escribió en 1953, y François Truffaut la adaptó al cine en 1966, para inscribir su nombre en la selectísima lista de los cineastas que han conseguido hacer una película cuyos méritos igualan -en mi opinión, incluso superan- la calidad de la novela de la que proviene. Es, en todo caso, una historia emocionante, tan conmovedora como un espejo capaz de reflejar con una admirable precisión lo mejor y lo peor de la condición humana.
      En los últimos tiempos he pensado mucho en Montag. Los debates sobre las nuevas tecnologías, los anuncios apocalípticos sobre el fin de mi oficio, las profecías que pretender salvar la literatura convirtiéndola en un ejercicio domesticado, sometido a la caridad de las subvenciones, o la condenan como un fósil prescindible de otros tiempos, me han devuelto a la serena determinación de los hombres-libro, al heroísmo que su libertad, su voluntad seguirá labrando a la humana escala de su memoria mientras quede un solo lector, un solo espectador de su epopeya.
      Por eso los traigo aquí, ahora que el sol empieza a calentar y las calles, las plazas de tantos pequeños pueblos y grandes ciudades de España se llenan de puestos, de carpas, de casetas abarrotadas de libros que esperan a que un lector los tome en sus manos.
      Porque ustedes no tienen más que salir de casa y dar un paseo para conjurar, en nombre de toda la Humanidad, al demonio que atormenta el corazón de Montag.

      Almudena Grandes
      El País Semanal 24/04/2011

      sábado, 11 de diciembre de 2010

      Filosofía a lo Woody Allen

      La evolución de mi filosofía se dio de la siguiente manera: mi mujer, al invitarme a probar el primer soufflé que había hecho, dejó caer por accidente una cucharadita del mismo sobre mi pie fracturándome varios pequeños huesos. Acudieron los médicos, hicieron y examinaron radiografías y me ordenaron un mes de cama. Durante la convalecencia, me concentré en la obra de algunos de los pensadores más eximios de Occidente -una pila de libros que yo había seleccionado para eventualidades como ésta. No presté atención al orden cronológico y empecé por Kierkegaard y Sartre, luego pasé rápidamente a Spinoza, Hume, Kafka y Camus. No me aburrí como me había temido; en cambio, me fascinó la energía con la que esas grandes mentes atacaban resueltamente la moral, el arte, la ética, la vida y la muerte. Recuerdo mi reacción a una observación típicamente lwninosa de Kierkegaard: «Semejante relación, que se relaciona con su propio ser (es decir, un ser), debe haberse constituido a sí misma, o ha sido constituida por otra». El concepto me arrancó lágrimas de los ojos. ¡Dios santo, pensé, ser tan inteligente! (Soy un hombre con dificultades para escribir dos frases coherentes sobre «Un día en el zoo».) La verdad es que el pasaje me resultó totalmente incomprensible, pero ¿qué más da si Kierkegaard se lo había pasado bien? Súbitamente me convencí de que la metafísica era lo que siempre había querido hacer: tomé mi bolígrafo y empecé en el acto a garabatear la primera de mis propias fantasías. La obra avanzó aprisa y en sólo dos tardes (con tiempo para echarme una siesta), completé la obra filosófica que espero no será descubierta hasta después de mi muerte o hasta el año 3000 (lo que ocurra primero) y que modestamente creo me asegurará un lugar privilegiado entre los pensadores de más peso en la historia. Aquí presento un breve ejemplo del cuerpo principal de tesoros intelectuales que lego a la posteridad, o hasta que llegue la mujer de la limpieza.


      I. Crítica de la sinrazón pura

      Al formular cualquier filosofía, la primera consideración siempre debe ser: ¿Qué podemos saber? Es decir, qué podemos estar seguros de saber, o seguros de que sabemos que sabíamos, si realmente es de algún modo «cognoscible». ¿O lo habremos olvidado todo y tenemos demasiada vergüenza de decir algo? Descartes insinuó el problema cuando escribió: «Mi mente jamás puede conocer mi cuerpo, aunque se ha hecho bastante amiga de mis piernas». Por «cognoscible», dicho sea de paso, no quiero decir aquello que puede ser conocido por medio de la percepción de los sentidos o que puede ser comprendido por la mente, sino más bien aquello que puede decirse que es Conocido o que posee un Conocimiento o una Conocibilidad, o por lo menos algo que puedas mencionar a un amigo.
      ¿Podemos en realidad «conocer» el universo? Dios santo, no perderse en Chinatown ya es bastante difícil. Sin embargo, el asunto es el siguiente: ¿Habrá algo allá fuera? ¿Y por qué? ¿Por qué tendrán que hacer tanto ruido? Por último, no cabe duda de que la característica de la «realidad» es que carece de esencia. Esto no quiere decir que no tenga esencia, sino simplemente que carece de ella. (La realidad a la que me refiero es la misma que describió Hobbes, pero un poco más pequeña.) Por lo tanto, el dictum cartesiano, «Pienso, luego existo», podría expresarse mejor por «¡Eh, allí va Edna con el saxofón!». Así pues, para conocer una sustancia o una idea, debemos dudar de ella y así, al dudar, llegamos a percibir las cualidades que posee en su estado finito, que están en, o son realmente «la misma cosa», o «de la cosa misma», o de algo, o de nada. Si esto está claro, podemos dejar por el momento la epistemología.


      II. La dialéctica escatológica como medio de lucha contra el zona

      Podemos decir que el universo consiste en una sustancia y que "a esta sustancia la llamamos «átomo», o también «mónada». Demócrito la denominó átomo. Leibnitz la llamó mónada. Por fortuna, los dos hombres jamás se conocieron, de lo contrario se hubiera armado una discusión muy aburrida. Estas «partículas» fueron puestas en movimiento por alguna causa o principio fundamental, o quizás algo se cayó en algún lugar. El asunto es que ahora ya es demasiado tarde para remediarlo, salvo quizá comer mucho pescado crudo. Por supuesto, esto no explica por qué el alma es inmortal. Tampoco dice nada sobre una vida ultraterrena ni aclara la sensación que siente mi tío Sender de que le persiguen los albanos. La relación causal entre el primer principio (es decir, Dios o viento fuerte) y cualquier concepción teológica del ser (Ser), según Pascal, es «tan ridícula que ni siquiera es graciosa («Graciosa»). Schopenhauer llamó a esto «voluntad», pero su médico la diagnosticó como fiebre del heno. En sus últimos años, se amargó por eso o, más aún, por la creciente sospecha de que él no era Mozart.


      III. El cosmos por cinco dólares al día

      ¿Qué es, entonces, lo «bello»? ¿La fusión de la armonía con lo justo, o la fusión de la armonía con algo que sólo se parece a «lo justo»? Quizá la armonía se haya fundido con «la costra terrestre» y eso es lo que nos ha estado dando tantos problemas. La verdad, podemos estar seguros, es la belleza -o «lo necesario». Es decir, lo que es bueno, o que posee las Cualidades de «lo bueno», da como resultado «la verdad». Si no lo da, siempre puedes apostar a que la cosa no es bella, aunque aún puede que sea impermeable. Estoy empezando a pensar que tenía razón antes y que todo tendría que fusionarse con la costra. Ah, bueno.


      Dos parábolas

      Un hombre se acerca a un palacio. La única entrada está guardada por unos fieros hunos que sólo dejan pasar a hombres llamados Julius. El hombre trata de sobornar a los guardias ofreciéndoles por un año las mejores partes del pollo. Ellos ni se burlan de su oferta ni la aceptan, sino que simplemente lo cogen por la nariz y se la tuercen hasta que parezca un tornillo. El hombre dice que tiene que entrar a la fuerza en el palacio porque le trae al emperador una muda de calzoncillos. Al ver que los guardias siguen negándose, el hombre empieza a bailar el charleston. Ellos parecen divertirse con su baile, pero pronto se ponen tristes por el trato que el gobierno federal otorga a los navajos. Sin aliento, el hombre se derrumba. Muere sin haber visto al emperador y dejando una deuda de sesenta dólares a los de la Steinway por un piano que les había alquilado en agosto.

      Me entregan un mensaje para un general. Cabalgo y cabalgo, pero el cuartel general del general parece distanciarse siempre más. Por último, se arroja sobre mí una gigantesca pantera negra que me devora la mente y el corazón. Me paso la tarde terriblemente angustiado. Por más que lo intente, no puedo llegar al general a quien veo corriendo a lo lejos en shorts y musitando la palabra «nuez moscada» a sus enemigos.


      Aforismos

      Es imposible vivir la propia muerte con objetividad y, además, cantar una canción.

      ***

      El universo no es más que una idea transitoria en la mente de Dios. Es un hermoso pensamiento, aunque bastante incómodo, sobre todo si acabas de pagar el anticipo de una casa.

      ***

      La nada eterna está muy bien si vas vestido para la ocasión.

      ***

      ¡Ojalá viviera Dionisios! ¿Dónde comería?

      ***

      No sólo no hay Dios, sino que ¡intenta conseguir un electricista en un fin de semana!

      Woody Allen
      Cómo acabar de una vez por todas con la cultura




      sábado, 20 de noviembre de 2010

      La máquina del tiempo

      ¿Acabaremos así?

      Al principio, procediendo conforme a los problemas de nuestra propia época, parecíame claro como la luz del día que la extensión gradual de las actuales diferencias meramente temporales y sociales entre el Capitalista y el Trabajador era la clave de la situación entera. Sin duda les parecerá a ustedes un tanto grotesco -¡y disparatadamente increíble!-, y, sin embargo, aun ahora existen circunstancias que señalan ese camino. Hay una tendencia a utilizar el espacio subterráneo para los fines menos decorativos de la civilización; hay, por ejemplo, en Londres el Metro, hay los nuevos tranvías eléctricos, hay pasos subterráneos, talleres y restaurantes subterráneos, que aumentan y se multiplican. «Evidentemente -pensé- esta tendencia ha crecido hasta el punto que la industria ha perdido gradualmente su derecho de existencia al aire libre.» Quiero decir que se había extendido cada vez más profundamente y cada vez en más y más amplias fábricas subterráneas ¡consumiendo una cantidad de tiempo sin cesar creciente, hasta que al final...! Aun hoy día, ¿es que un obrero del East End no vive en condiciones de tal modo artificiales que, prácticamente, está separado de la superficie natural de la tierra?

      Además, la tendencia exclusiva de la gente rica -debida, sin duda, al creciente refinamiento de su educación y al amplio abismo en aumento entre ella y la ruda violencia de la gente pobre- la lleva ya a acotar, en su interés, considerables partes de la superficie del país. En lo, alrededores de Londres, por ejemplo, tal vez la mitad de los lugares más hermosos están cerrados a la intrusión. Y ese mismo abismo creciente que se debe a los procedimientos más largos y costosos de la educación superior y a las crecientes facilidades y tentaciones por parte de los ricos, hará que cada vez sea menos frecuente el intercambio entre las clases y el ascenso en la posición social por matrimonios entre ellas, que retrasa actualmente la división de nuestra especie a lo largo de líneas de estratificación social. De modo que, al final, sobre el suelo habremos de tener a los Poseedores, buscando el placer, el bienestar y la belleza, y debajo del suelo a los No Poseedores; los obreros se adaptan continuamente a las condiciones de su trabajo. Una vez allí, tuvieron, sin duda, que pagar un canon nada reducido por la ventilación de sus cavernas; y si se negaban, los mataban de hambre o los asfixiaban para hacerles pagar los atrasos. Los que habían nacido para ser desdichados o rebeldes, murieron; y finalmente, al ser permanente el equilibrio, los supervivientes acabaron por estar adaptados a las condiciones de la vida subterránea y tan satisfechos en su medio como la gente del Mundo Superior en el suyo. Por lo que, me parecía, la refinada belleza y la palidez marchita seguíanse con bastante naturalidad.

      El gran triunfo de la Humanidad que había yo soñado tomaba una forma distinta en mi mente. No había existido tal triunfo de la educación moral y de la cooperación general, como imaginé. En lugar de esto, veía yo una verdadera aristocracia, armada de una ciencia perfecta y preparando una lógica conclusión al sistema industrial de hoy día. Su triunfo no había sido simplemente un triunfo sobre la Naturaleza, sino un triunfo sobre la Naturaleza y sobre el prójimo. Esto, debo advertirlo a ustedes, era mi teoría de aquel momento. No tenía ningún guía adecuado como ocurre en los libros utópicos. Mi explicación puede ser errónea por completo. Aunque creo que es la más plausible. Pero, aun suponiendo esto, la civilización equilibrada que había sido finalmente alcanzada debía haber sobrepasado hacía largo tiempo su cenit, y haber caído en una profunda decadencia. La seguridad demasiado perfecta de los habitantes del Mundo Superior los había llevado, en un pausado movimiento de degeneración, a un aminoramiento general de estatura, de fuerza e inteligencia.

      La máquina del tiempo
      H.G. Wells

      martes, 14 de septiembre de 2010

      Opus nigrum


      - Sempiterna Temptatio - dijo Zenón -. A menudo me digo que nada en el mundo, salvo un orden eterno o una extraña veleidad de la materia por superarse, me explica el porqué de mi esfuerzo por pensar cada día con un poco más de claridad que el día anterior.

      Permanecía sentado, con la barbilla agachada, en el cuarto invadido por el húmedo crepúsculo. El color rojo del fuego teñía sus manos manchadas de ácidos, marcadas en varios sitios con pálidas cicatrices de quemaduras y se veía que consideraba con atención aquellas extrañas prolongaciones del alma, aquellas grandes herramientas de carne que sirven para tomar contacto con todas las cosas.

      — ¡Alabado sea yo! — dijo por fin con una especie de exaltación en la que Henri-Maximilien hubiese podido reconocer al Zenón ebrio de sueños mecánicos compartidos con Colas Gheel —. Nunca podré dejar de maravillarme de que esta carne sostenida por sus vértebras, este tronco unido a la cabeza por el istmo del cuello y que dispone simétricamente sus miembros en torno a él, contengan y quizá produzcan un espíritu que saca partido de mis ojos para ver y de mis movimientos para palpar... Conozco sus límites y sé que le faltará tiempo para llegar más allá, y asimismo fuerza, si por casualidad le fuera concedido el tiempo. Pero existe y, en estos momentos, él es Aquel que Es. Sé que se equivoca y yerra, que a menudo interpreta torcidamente las lecciones que el mundo le dispensa, pero también sé que hay en él algo que le permite conocer y en ocasiones rectificar sus propios errores. He recorrido al menos una parte de la bola del mundo en que nos hallamos; estudié el punto de fusión de los metales y la generación de las plantas; he observado los astros y examiné el interior de los cuerpos. Soy capaz de extraer de este tizón que ahora levanto la noción de peso, y de esas llamas la noción de calor. Sé que no sé lo que no sé; envidio a aquellos que sabrán más que yo, pero también sé que tendrán que medir, pesar, deducir y desconfiar de sus deducciones exactamente igual que yo, y ver en lo falso parte de lo verdadero, y tener en cuenta en lo verdadero la eterna mixtión de lo falso. Jamás me agarré a una idea por temor al desamparo en que caería sin ella. Nunca aliñé un hecho verdadero con la salsa de la mentira, para hacerme su digestión más fácil. Nunca deformé el parecer del adversario para llevar la razón más fácilmente, ni siquiera, durante el debate sobre el antimonio, el de Bombast, que no me lo agradeció. O más bien sí: me sorprendí haciéndolo y cada vez que esto ocurrió, me reñí a mí mismo como se riñe a un criado poco honrado, y no me devolví mi confianza hasta obtener de mí mismo la promesa de hacer las cosas mejor. He soñado mis sueños; no pretendo que sean más que sueños. Me guardé muy bien de hacer de la verdad un ídolo, prefiriendo dejarle su nombre más humilde de exactitud. Mis triunfos y mis riesgos no son los que se cree; existen glorias distintas de la gloria y hogueras distintas de la hoguera. He llegado casi a desconfiar de las palabras. Moriré un poco menos necio de lo que nací.

      Marguerite Yourcenar
      Opus nigrum

      viernes, 18 de junio de 2010

      Siempre acabamos llegando a donde nos esperan


      Creo que en la sociedad actual nos falta filosofía. Filosofía como espacio, lugar, método de reflexión, que puede no tener un objetivo concreto, como la ciencia, que avanza para satisfacer objetivos. Nos falta reflexión, pensar, necesitamos el trabajo de pensar, y me parece que, sin ideas, no vamos a ninguna parte.

      cuaderno.josesaramago.org


      Pues el tiempo no para, nada importa
      que los días vividos aproximen
      el vaso de agua amarga colocado
      donde la sed de vida se exaspera.

      No contemos los días que pasaron:
      fue hoy cuado nacimos. Solo ahora
      la vida comenzó, y, lejos aún,
      la muerte ha de cansarse en nuestra espera.



      José Saramago

      martes, 23 de marzo de 2010

      Pequeñas perlas que una encuentra entre los libros

      No es que tengan nada que ver, pero se me han ido acumulando y no tengo tiempo para ponerlos por separado, asi que les transmito algunos textos que he encontrado entre los libros que voy leyendo, algunas maravillas que me hicieron doblar la esquina de la página casi inconscientemente mientras seguía leyendo. Disfruten!

      Luego se calmó y no sólo cesó de llorar, sino que retuvo el aliento y todo él se puso a escuchar; pero era como si escuchara, no el sonido de una voz real, sino la voz de su alma, el curso de sus pensamientos que fluía dentro de sí.
      -¿Qué es lo que quieres? -fue el primer concepto claro que oyó, el primero capaz de traducirse en palabras-. ¿Qué es lo que quieres? ¿Qué es lo que quieres? -se repitió a sí mismo-. ¿Qué quiero? Quiero no sufrir. Vivir -se contestó.
      Y volvió a escuchar con atención tan reconcentrada que ni siquiera el dolor le distrajo.
      -¿Vivir? ¿Cómo vivir? -preguntó la voz del alma.
      -Sí, vivir como vivía antes: bien y agradablemente.
      -¿Como vivías antes? ¿Bien y agradablemente? -preguntó la voz. y él empezó a repasar en su magín los mejores momentos de su vida agradable. Pero, cosa rara, ninguno de esos mejores momentos de su vida agradable le parecían ahora lo que le habían parecido entonces; ninguno de ellos, salvo los primeros recuerdos de su infancia. Allí, en su infancia, había habido algo realmente agradable, algo con lo que sería posible vivir si pudiese volver. Pero el niño que había conocido ese agrado ya no existía; era como un recuerdo de otra persona.
      Tan pronto como empezó la época que había resultado en el Ivan Ilich actual, todo lo que entonces había parecido alborozo se derretía ahora ante sus ojos y se trocaba en algo trivial y a menudo mezquino.
      Y cuanto más se alejaba de la infancia y más se acercaba al presente, más triviales y dudosos eran esos alborozos. Aquello empezó con la Facultad de Derecho, donde aún había algo verdaderamente bueno: había alegría, amistad, esperanza. Pero en las clases avanzadas ya eran raros esos buenos momentos. Más tarde, cuando en el primer período de su carrera estaba al servicio del gobernador, también hubo momentos agradables: eran los recuerdos del amor por una mujer. Luego todo eso se tornó confuso y hubo menos de lo bueno, menos más adelante, y cuanto más adelante menos todavía.
      Su casamiento... un suceso imprevisto y un desengaño, el mal olor de boca de su mujer, la sensualidad y la hipocresía. Y ese cargo mortífero y esas preocupaciones por el dinero... y así un año, y otro, y diez, y veinte, y siempre lo mismo. Y cuanto más duraba aquello, más mortífero era. «Era como si bajase una cuesta a paso regular mientras pensaba que la subía. Y así fue, en realidad. Iba subiendo en la opinión de los demás, mientras que la vida se me escapaba bajo los pies... Y ahora todo ha terminado, iY a morir!»
      «Y eso qué quiere decir? ¿A qué viene todo ello? No puede ser. No puede ser que la vida sea tan absurda y mezquina. Porque si efectivamente es tan absurda y mezquina, ¿por qué habré de morir, y morir con tanto sufrimiento? Hay algo que no está bien.»
      «Quizá haya vivido como no debía -se le ocurrió de pronto-. ¿Pero cómo es posible, cuando lo hacía todo como era menester?»se contestó a sí mismo, y al momento apartó de sí, como algo totalmente imposible, esta única explicación de todos los enigmas de la vida y la muerte.
      «Entonces qué quieres ahora? ¿Vivir? ¿Vivir cómo? ¿Vivir como vivías en los tribunales cuando el ujier del juzgado anunciaba: "¡Llega el juez..." Llega el juez, llega el juez -se repetía a sí mismo-. Aquí está ya. ¡Pero si no soy culpable! -exclamó enojado-. ¿Por qué?» Y dejó de llorar, pero volviéndose de cara a la pared siguió haciéndose la misma y única pregunta: ¿Por qué, a qué viene todo este horror?
      Pero por mucho que preguntaba no daba con la respuesta. Y cuando surgió en su mente, como a menudo acontecía, la noción de que todo eso le pasaba por no haber vivido como debiera, recordaba la rectitud de su vida y rechazaba esa peregrina idea.

      [...]

      -Éste es el fin! -dijo alguien a su lado.
      Él oyó estas palabras y las repitió en su alma. «Éste es el fin de la muerte» -se dijo-. «La muerte ya no existe.» Tomó un sorbo de aire, se detuvo en medio de un suspiro, dio un estirón y murió.

      La muerte de Iván Ilich
      Lev Tolstoi


      Le bronze… eh bien, voici le moment. Le bronze est là, je le contemple et je le comprends que je suis en enfer. Je vous dis que tout était prévu. Ils avaient prévu que je me tiendrais devant cette cheminée, pressant me main sur ce bronze, avec tous ces regards sur moi. Tous ces regards qui me mangent… Ha! Vous n’êtes que deux? Je vous croyais plus nombreuses. (Il rit.) Alors, c’est ça l’enfer. Je n’aurais jamais cru…Vous vous rappelez : le souffre, le bûcher, le gril …Ah! Quelle plaisanterie. Pas besoin de gril : l’enfer, c’est les Autres.

      Huis clos
      Jean-Paul Sartre


      Siempre está la vía de la facilidad, aunque me repugne seguirla. No tengo hijos, no veo la televisión y no creo en Dios, todas estas sendas que recorren los hombres para que la vida les sea más fácil. Los hijos ayudan a diferir la dolorosa tarea de hacerse frente a uno mismo, y los nietos toman después el relevo. La televisión distrae de la extenuante necesidad de construir proyectos a partir de la nada de nuestras existencias frívolas; al embaucar a los ojos, libera al espíritu de la gran obra del sentido. Dios, por último, aplaca nuestros temores de mamíferos y la perspectiva intolerable de que nuestros placeres un buen día se terminan. Por ello, sin porvenir ni descendencia, sin píxeles para embrutecer la cósmica conciencia del absurdo en la certeza del final y la anticipación del vacío, creo poder decir que no he elegido la vía de la facilidad.
      Sin embargo, cuán tentada me siento ahora de hacerlo.

      La elegancia del erizo
      Muriel Barbery


      6 de diciembre
      ¡Cómo me persigue su imagen! ¡Que vele o que sueñe ella llena toda mi alma! Aquí, cuando cierro los ojos, aquí en mi frente, donde se concentra la fuerza visual interna, están encerrados sus negros ojos. ¡Aquí!, no sé cómo expresártelo. Cierro mis ojos y allí están los suyos. Como un mar, como un abismo descansan ante mí y en mí, ocupando todos los sentidos de mi mente.
      ¿Qué es el hombre, este semidiós tan ensalzado? ¿No le faltan las fuerzas precisamente allí donde más las necesita? Y cuando bate sus alas con alegría o se sumerge en el dolor, ¿no se siente detenido en ambos y es devuelto de nuevo a su obtusa y fría condición cuando más anhelaba perderse en la plenitud del infinito?

      Las desventuras del joven Werther
      J. Wolfgang von Goethe


      Debussy por variar un poco.

      Aquí me tienen de nuevo en menos de dos semanas.

      domingo, 14 de marzo de 2010

      A Hernández y Delibes

      A Miguel Hernández todo le pasó en un tiempo muy breve, pero su vida es una larga cadena de esperas. Habría que sustraer, de los pocos años que vivió, todas las horas, los días, los meses que se pasó esperando algo, desesperando de que no llegara, enviando peticiones de ayuda a personas siempre mejor situadas que él que no tenían el tiempo o las ganas de contestar a sus demandas. Otros disfrutaban el resguardo de una posición social o de un privilegio literario o político: Miguel Hernández se supo siempre a la intemperie, en la paz y en la guerra, en la literatura y en la vida, en la cárcel y en la cercanía de la muerte. Esperó tanto, hasta el final, que los últimos días de su vida los pasó esperando a que lo trasladaran a un sanatorio antituberculoso, que le trajeran a su hijo para poder verlo por última vez.

      Escribía cartas y aguardaba respuestas con expectación angustiada: cartas a su novia, Josefina Manresa; cartas a los amigos, a los que pedía favores apremiantes, dinero prestado, influencias; cartas a los poetas célebres, a los que asediaba con una mezcla de orgullo insensato y tosco servilismo; cartas desde la cárcel, en los últimos años de su vida, solicitando avales políticos, gestos de clemencia, noticias sobre el hijo demasiado pequeño y demasiado frágil que tal vez acabaría teniendo el mismo destino del hijo anterior, muerto a los 10 meses, amortajado con los ojos abiertos, con el mismo gesto atónito que se le quedó a él mismo cuando velaban su cadáver: unos ojos muy grandes, desorbitados por la enfermedad de la tiroides, sobre cuyo color exacto no hay acuerdo entre los testimonios de quienes lo conocieron. Qué podemos saber de verdad sobre la vida de alguien que murió no hace tanto, en 1942, si los testigos ni siquiera concuerdan en el color de sus ojos: Miguel Hernández los tenía verdes y muy claros, o muy azules, resaltando más en su cara morena; o los tenía pardos, según dice uno de sus biógrafos, Eutimio Martín, aportando la prueba de su ficha militar y la de su filiación de prisionero.

      Lo que atestiguan sin duda las fotografías es el tamaño y la expresión de los ojos, la atención fija en todo, la mirada de una desarmada franqueza que es todavía más visible en el dibujo que le hizo Antonio Buero Vallejo en la cárcel. Fue ese dibujo el que convirtió a Miguel Hernández no en un hombre real, sino en un icono reverenciado de algo, de muchas cosas, demasiadas, cuando lo veíamos reproducido en los pósters del antifranquismo, en nuestras galerías de retratos de la resistencia, junto a Lorca, junto a Antonio Machado, tal vez también junto a Salvador Allende, Che Guevara, Dolores Ibárruri. En ciertos bares, en ciertos pisos de estudiantes, la cara y la mirada de Miguel Hernández formaban parte de un paisaje visual que también incluía las reproducciones del Guernica. Era difícil pensar entonces que aquel retrato hubiera sido el de un hombre real, no un santo laico ni un mártir ni un símbolo, un hombre, además, que si hubiera vivido no sería entonces muy viejo, porque había nacido ya bien entrado el siglo, en 1910.

      Estremece siempre hacer las cuentas de su edad: con 22 años hizo su primer viaje a Madrid y publicó su primer libro de poemas; no había cumplido 26 cuando logró por primera vez la maestría indudable de El rayo que no cesa; tres años después, la guerra ya perdida, entró por segunda vez en la cárcel y no volvió a salir de ella. Pero la rapidez de todo se vuelve más asombrosa cuando contrastamos la altura de sus logros mejores con su punto de partida. Hacia 1937, Miguel Hernández empezó a escribir poemas con una voz y un despojo que no se parecen a nada en la literatura española, y muy poco antes había alcanzado ya un dominio de lenguaje y de las formas poéticas en el que estaba comprimida por igual la disciplina de la tradición clásica y la libertad del surrealismo: pero sólo unos años atrás, a finales de los veinte, su horizonte poético era todavía el de la retórica averiada de los juegos florales, cuando no el todavía más horrendo de la poesía entre sentimental y rústica en dialecto comarcal, muy imitada, de Gabriel y Galán. El mismo hombre que publica en 1937 la Canción del esposo soldado había presentado en 1931 un Canto a Valencia a un concurso oficial en dicha provincia, en el que, bajo el lema Luz�Pájaros�Sol, se sucede una catarata de versos que incluye el siguiente pareado: Con emoción agarro?/ el musical guitarro.

      Tenía desde que encontró su vocación, en la primera adolescencia, la desvergonzada capacidad de mimetismo de los grandes autodidactas, el amor agraviado por el saber de quien fue apartado demasiado pronto de la escuela. Una leyenda que él mismo se ocupó de alimentar ha exagerado la pobreza de sus orígenes, y contribuido fatalmente al malentendido paternalista y populista que hace de él un talento rústico, una especie de diamante en bruto. Es verdad que Miguel Hernández dejó la escuela a los 14 años y se puso a cuidar cabras, pero las cabras pertenecían a los rebaños de su padre, que era un hombre de cierta posición. Más que la pobreza, lo que debió de herirlo cuando tuvo que abandonar la escuela fue la vejación de verse a sí mismo pastoreando cabras mientras otros con menos inteligencia natural que él continuaban en las aulas; también la sinrazón de una brutal autoridad paterna que no por ser propia de la época era menos hiriente para su espíritu innato de rebeldía y de justicia. El padre despótico veía la luz encendida a altas horas de la noche en el cuarto del niño lector y lo castigaba a correazos y a patadas (20 años después su hijo estaba muriéndose de neumonía y tuberculosis en la prisión de Alicante y no se molestó en visitarlo).

      Pero se marchaba el padre y Miguel Hernández volvía a encender la luz y recobraba el libro escondido, muy usado, alguno de los que encontraba en la biblioteca pública o en la de un sacerdote de Orihuela, el padre Almarcha, que empezó siendo su protector y fue luego uno de sus muchos verdugos. Leía de noche a la poca luz de una bombilla o de un candil, y cuando salía con las cabras llevaba el libro escondido en el zurrón y seguía leyendo, devorando toda la poesía española que encontraba, la buena y la mala, lector omnívoro a la manera de los autodidactas que no tienen más guía que su propio entusiasmo, originado quién sabe dónde. Nada de lo que a otros les estuvo siempre asegurado fue fácil para él: nada de lo más elemental, el papel, la pluma, la tinta, la mesa. Escribía versos en papel de estraza con un cabo de lápiz. Quería escribir y no tenía dónde apoyarse. Una piedra, el lomo de una cabra. Hay que leer sus poemas juveniles para darse cuenta de la penuria estética de la que partió, de la clase de talento y de furiosa voluntad que le fueron necesarios para sobreponerse a limitaciones invencibles. Entre la retórica mal digerida de la poesía barroca y de los atroces versificadores tardorrománticos y tardomodernistas, en esos poemas aparece un fogonazo de realidad observada de cerca, de naturaleza y vida animal y exasperación humana de soledad y deseo: Miguel Hernández, pastoreando cabras, copia laboriosamente los lugares comunes más decrépitos de la poesía pastoril, pero le sale de pronto una desvergüenza sexual campesina, una claridad expresiva que con el paso del tiempo será uno de los rasgos más originales de su voz poética, el arte supremo de hacer literatura llamando a las cosas por su nombre.

      Tampoco tuvo vergüenza para medrar cuando le fue necesario: para cultivar un personaje que al despertar simpatías le beneficiaba en sus propósitos, pero también lo hacía vulnerable a la condescendencia, bienintencionada o malévola. Empezó jugando a ser el "pastor poeta" del primitivismo pintoresco, y en la sociedad literaria de Madrid en vísperas de la guerra siguió siendo, entre hijos de buena familia con inclinaciones izquierdistas, damas de sociedad y diplomáticos, el campesino moreno y exótico, el inocente y bondadoso que llevaba alpargatas y pantalón de pana que podía ser entrañable, pero no siempre era invitado a las reuniones de buen tono. Miguel Hernández, que persiguió con calculada adulación y sincero fervor a tantos de sus contemporáneos -la adulación y el fervor, en su caso, eran compatibles-, quizá no tuvo entre los literatos de Madrid ningún amigo de verdad salvo Vicente Aleixandre. En la intemperie de su vida había una soledad que no aliviaba nadie: Ya vosotros sabéis / lo solo que yo voy, por qué voy yo tan solo. / Andando voy, tan solos yo y mi sombra. Provocaba incomodidad, cuando no abierto rechazo. Rafael Alberti en verso y María Teresa León en prosa le atribuyen sin demasiados eufemismos un olor poco adecuado para las cercanía sociales. García Lorca no se presentaba en una casa si sabía que Miguel Hernández estaba en ella. Llamó por teléfono a Aleixandre con la intención de ir a visitarlo, y al enterarse de la presencia de Hernández no se contuvo: "Échalo".

      De todo aquel grupo, sólo él conoció de primera mano el trabajo manual, sólo él pasó hambre al llegar a un Madrid en el que se le cerraban todas las puertas y en el que daba vueltas por las calles con el estómago vacío y con una carpeta de versos mecanografiados bajo el brazo, esperando a ser recibido por alguien importante, esperando a que apareciera en un periódico una entrevista prometida, a que le llegara un giro con algo de dinero que le permitiese prolongar un poco más la espera. Llegó la guerra y también fue él quien la conoció de cerca y de verdad, por decisión propia. Para entonces había empezado a disfrutar algo de lo tanto tiempo esperado, la visibilidad que le trajo la publicación de El rayo que no cesa, celebrado públicamente nada menos que por Juan Ramón Jiménez en el diario El Sol, lo cual equivalía a una consagración. En la guerra, Miguel Hernández entra en posesión de todas sus mejores facultades como poeta y como militante político, pero también en eso lo acompañan el malentendido y la leyenda, la dificultad de encajar en los estereotipos de nadie. Su evolución política no es menos chocante que la rapidez de su maduración literaria: en 1935 aún escribía poemas y conatos de autos sacramentales influidos por el catolicismo entre místico y fascista de su amigo Ramón Sijé; en septiembre de 1936 es miembro del Partido Comunista y cava trincheras recién alistado en el Quinto Regimiento. Pero tampoco cuadra, ni física ni metafóricamente, en la fotografía canónica de los poetas comprometidos con la causa republicana: vive con los soldados en los frentes, no en los despachos de la Alianza de Intelectuales. Y cuando en 1939 todo se derrumba, él se queda vagando en la intemperie de Madrid mientras casi todos los demás encuentran el camino del exilio. No hubo plaza en ningún avión ni pasaporte de última hora para quien había puesto su vida entera, su nombre y su literatura al servicio de la República; para quien no podría esperar clemencia de los vencedores ni tampoco esconderse en el anonimato.

      Demasiado inocente o demasiado aturdido por la derrota, elige la peor huida posible y va a meterse él solo en la boca del lobo. Como Lorca buscando refugio en Granada, Miguel Hernández regresa con cabezonería suicida a su pueblo y a la cercanía de su mujer y su hijo, y en septiembre de 1939, ni siquiera con 29 años cumplidos, cae en la red de las cárceles y los procesos sumarísimos para no salir ya nunca. Nadie mejor que los paisanos y los convecinos de uno para abatirlo a traición con la quijada de Caín. El trato que recibe de los vencedores -civiles, militares, eclesiásticos- revela la catadura de un régimen construido expresamente sobre la venganza de clase. Miguel Hernández es el retrato robot del vencido, el enemigo perfecto.

      Pero su martirio real no nos exime de la necesidad de mirar su figura completa como escritor y como hombre, que es mucho más rica que todos los estereotipos levantados sobre ella. Vivió en su tiempo, no en el nuestro. Hizo poemas a la Virgen María y también los hizo a Stalin. Cuando la cultura predominante en España era la antifranquista, Miguel Hernández fue elevado a un altar en el que convenía que destacara la parte más combativa de su obra, el estatuto de poeta voluntariamente popular que él asumió con todas las de la ley en los años de la guerra y que culmina en Vientos del pueblo; también, aunque en menor medida, en El hombre acecha, donde tan visible como la militancia política es el desaliento por la carnicería y la destrucción que ya duran demasiado, el puro espanto ante lo peor de la condición humana: Se ha retirado el campo / al ver abalanzarse / crispadamente al hombre.

      Pero en la ansiosa modernidad de los años ochenta, de pronto, ya no había sitio para Miguel Hernández: los mismos rasgos que habían contribuido a su consagración ahora lo volvían anacrónico. En un país donde no hay actitud intelectual más celebrada que el desdén, nada era más fácil de repente que desdeñar a Miguel Hernández: había que ser cosmopolitas, y él resultaba demasiado autóctono; neuróticamente urbanos, y Hernández parecía demasiado rural; adictos a las modas capilares e indumentarias, y él permanecía congelado en su cabeza rapada y sus ropas de pana. En una época, los años ochenta, en la que estaba de moda despreciar con un mohín a Antonio Machado, Miguel Hernández tenía algo de antigualla embarazosa. No era un poeta: era una letra de canción anticuada.

      Quizá ahora estamos en condiciones de mirarlo como fue y de leer de verdad su poesía, más allá de los pocos poemas que algunos recordamos todavía, los que se hicieron célebres en la resistencia y en la primera transición. El trabajo acumulado de los biógrafos -Agustín Sánchez Vidal, José Luis Ferris, Eutimio Martín- nos permite un conocimiento sólido de una vida demasiado breve y mucho más rica en pormenores y resonancias que cualquier estereotipo: la vida no de un inocente, ni de un buen salvaje exótico, ni la de un santo, sino la de un hombre que sobreponiéndose a circunstancias terribles logró hacer de sí mismo aquello que soñó desde que era un chaval pastoreando cabras: un poeta y un hombre en la plenitud de su albedrío.

      En una literatura tan pudibunda y tan temerosa de lo sentimental como la española, él escribió sin reparo sobre el deseo sexual, sobre su ternura masculina de esposo y de padre. Su mejor poesía política conserva una fuerza de belleza y rebeldía que la hace muy superior a la de Neruda. Neruda no habría escrito jamás, por ejemplo, El tren de los heridos. Le faltaba empatía verdadera hacia los seres humanos, y no había compartido sus padecimientos. Neruda se declaró siempre maestro de Hernández, y sin duda lo fue en algún momento, pero yo tengo la sospecha de que el Canto General le debe a Vientos del pueblo mucho más de lo que el propio Neruda habría estado dispuesto a reconocer. En Miguel Hernández lo más íntimo y lo más político, la emoción privada y la arenga pública, se conjugan más estrechamente que en ningún otro poeta. Y en el Cancionero y romancero de ausencias, la hondura y el despojo provocan un estremecimiento que es el de las cimas más solitarias de la literatura, el del Libro de Job y las Coplas de Jorge Manrique y François Villon y Fray Luis de León y la Balada de la cárcel de Reading y Antonio Machado. Toda retórica ha sido abolida, todo rastro de amaneramiento. Los versos tienen a veces una impersonalidad desnuda de poesía popular, de letra flamenca o de romance antiguo; en ellos se nota la doble sombra triste de Machado y de Lorca, los otros dos poetas aniquilados por la guerra: Písame,/ que ya no me quejo./ Ódiame,/ que ya no lo siento./ No me olvides/ que aún te recuerdo/ debajo del plomo/que embarga mis huesos.

      Demasiado viene durando ya la espera. Ahora que va a hacer un siglo que nació ha llegado el tiempo de leer a Miguel Hernández.

      Antonio Muñoz Molina
      El País Semanal 7/03/10



      Cuando alguien imprescindible se va de tu lado, cuando puedes palpar la cercanía de la muerte, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales.
      (Señora de rojo sobre fondo gris)

      El estado de felicidad no existe en el hombre. Existen atisbos, instantes, aproximaciones, pero la felicidad termina en el momento en que empieza a manifestarse. Nunca llega a ser una situación continuada. Cuando no tienes nada, necesitas; cuando tienes algo, temes. Siempre es así. Total, que nunca se consigue.
      (Entrevista a Miguel Delibes, 2007)


      jueves, 4 de febrero de 2010

      1984

      Al final, el Partido anunciaría que dos y dos son cinco y habría que creerlo. Era inevitable que llegara algún día al dos y dos son cinco. La lógica de su posición lo exigía. Su filosofía negaba no sólo la validez de la experiencia, sino que existiera la realidad externa. La mayor de las herejías era el sentido común. Y lo más terrible no era que le mataran a uno por pensar de otro modo, sino que pudieran tener razón. Porque, después de todo, ¿cómo sabemos que dos y dos son efectivamente cuatro? O que la fuerza de la gravedad existe. O que, el pasado no puede ser alterado. ¿Y si el pasado y el mundo exterior sólo existen en nuestra mente y, siendo la mente controlable, también puede controlarse el pasado y lo que llamamos la realidad? [...]

      El Partido os decía que negaseis la evidencia de vuestros ojos y oídos. Ésta era su orden esencial. El corazón de Winston se encogió al pensar en el enorme poder que tenía enfrente, la facilidad con que cualquier intelectual del Partido lo vencería con su dialéctica, los sutiles argumentos que él nunca podría entender y menos contestar. Y, sin embargo, era él, Winston, quien tenía razón. Los otros estaban equivocados y él no. Había que defender lo evidente. El mundo sólido existe y sus leyes no cambian. Las piedras son duras, el agua moja, los objetos faltos de apoyo caen en dirección al centro de la Tierra...

      Con la sensación de que hablaba con O'Brien, y también de que anotaba un importante axioma, escribió:

      La libertad es poder decir íibremente que dos y dos son cuatro. Si se concede esto, todo lo demás vendrá por sus pasos contados.

      George Orwell - 1984.

      viernes, 27 de noviembre de 2009

      La huelga

      La huelga grande estalló. Los cultivos se quedaron a medias, la fruta se pasó en las cepas y los trenes de ciento veinte vagones se pararon en los ramales.

      Los obreros ociosos en un sábado de muchos días, y en el salón de billares del Hotel de Jacob hubo que establecer turnos de 24 horas. Allí estaba José Arcadio Segundo,el día en que se anunció que el ejército había sido encargado de restablecer el orden público. Aunque no era hombre de presagios, la noticia fue para él como un anuncio de la muerte, que había esperado desde la mañana distante en que el coronel Gerineldo Márquez le permitió ver un fusilamiento. Sin embargo, el mal augurio no alteró la solemnidad. Hizo la jugada que tenía prevista y no erró la carambola. Poco después, las descargas de redoblante, los ladridos del clarín, los gritos y el tropel de la gente le indicaron que no sólo la partida de billar sino la callada y solitaria partida que jugaba consigo mismo desde la madrugada de la ejecución, habían por fin terminado. Entonces se asomó a la calle, y los vio. Eran tres regimientos cuya marcha pautada por tambor de galeotes hacía trepidar la tierra. Su resuello de dragón multicéfalo impregnó de un vapor pestilente la claridad del mediodía.
      Eran pequeños, macizos, brutos. Sudaban con sudor de caballo, y tenían un olor de carnaza macerada por el sol, y la impavidez taciturna e impenetrable de los hombres del páramo. Aunque tardaron más de una hora en pasar, hubiera podido pensarse que eran unas pocas escuadras girando en redondo, porque todos eran idénticos, hijos de la misma madre, y todos soportaban con igual estolidez el peso de los morrales y las contimploras, y la vergüenza de los fusiles con las bayonetas caladas, y el incorio de la obediencia ciega y el sentido del honor. Úrsula los oyó pasar desde su lecho de tinieblas y levantó la mano con los dedos en cruz. Santa Sofía de la Piedad existió por instante, inclinada sobre el mantel bordado que acababa de planchar, y pensó en su hijo, José Arcadio Segundo, que vio pasar sin inmutarse los últimos soldados por la puerta del Hotel de Jacob.

      La ley marcial facultaba al ejército para asumir funciones árbitro de la controversia, pero no se hizo ninguna tentativa de conciliación. Tan pronto como se exhibieron en Macondo, los soldados pusieron a un lado los fusiles, cortaron y embarcaron al banano y movilizaron los trenes. Los trabajadores, que hasta entonces se habían conformado con esperar, se echaron al monte sin más armas que sus machetes de labor, y empezaron a sabotear el sabotaje. Incendiaron fincas y comisariatos, destruyeron los rieles para impedir el tránsito de los trenes que empezaban a abrirse paso con fuego de ametralladoras, y cortaron los alambres del telégrafo y el teléfono. Las acequias se tiñeron de sangre. El señor Brown, que estaba vivo en el gallinero electrificado, fue sacado de Macondo con su familia y las de otros compatriotas suyos, y conducidos a territorio seguro bajo la protección del ejército. La situación amenazaba con evolucionar hacia una guerra civil desigual y sangrienta, cuando las autoridades hicieron un llamado a los trabajadores para que se concentraran en Macondo. El llamado anunciaba que el Jefe Civil y Militar de la provincia llegaría el viernes siguiente, dispuesto a interceder en el conflicto.

      José Arcadio Segundo estaba entre la muchedumbre que se concentró en la estación desde la mañana del viernes. Había participado en una reunión de los dirigentes sindicales y había sido comisionado junto con el coronel Gavilán para confundirse con la multitud y orientarla según las circunstancias. No se sentía bien, y amasaba una pasta salitrosa en el paladar, desde que advirtió que el ejército había emplazado nidos de ametralladoras alrededor de la plazoleta, y que la ciudad almbrada de la compañia bananera estaba protegido con piezas de artillería.
      Hacia las doce, esperando un tren que no llegaba, más de tres mil personas, entre trabajadores, mujeres y niños, habían desbordado el espacio descuebierto frente a la estación y se apretujaban en las calles adyacentes que el ejército cerró con filas de ametralladoras. Aquello parecía entonces, más que una recepción, una feria jubilosa. Habían trasladado los puestos de fritangas y las tiendas de bebidas de Calle de los Turcos, y la gente soportaba con muy buen ánimo el fastidio de la espera y el sol abrasante. un poco antes de las tres corrió el rumor de que el tren oficial no llegaría hasta el día siguiente. La muchedumbre cansada exhaló un suspiro de desaliento. Un teniente del ejército se subió entonces en el techo de la estación , donde había cuatro nidos de ametralladoras enfiladas hacia la multitud, y se dio un toque de silencio. Al lado de José Arcadio Segundo estaba una mujer descalza, muy gorda, con dos niños de unos cuatro y siete años. Cargó al menor, y le pidió a José Arcadio Segundo, sin conocerlo, que levantara al otro para que oyera mejor lo que iban a decir. José Arcadio Segundo se acaballó al niño en la nuca. Muchos años después, ese niño había de seguir contando, sin que nadie se lo creyera, que había visto al teniente leyendo con una bocina de gramófono el Decreto Número 4 del Jefe Civil y Militar de la provincia.Estaba firmado por el general Carlos Cortes Vargas, y por su secretario, el mayor Enrique García Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistascuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala.

      Leído el decreto, en medio de una ensordecedora rechifla de protesta, un capitán sustituyó al teniente en el techo de la estación, y con la bocina de gramófono hizo señas de que quería hablar. La muchedumbre volvió a guardar el silencio.

      - Señoras y señores - dijo el capitán con una voz baja, lenta, un poco cansada - , tienen cinco minutos para retirarse. La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que anunció el principio del plazo.
      Nadie se movió.
      - Han pasado cinco minutos - dijo el capitán en el mismo tono -. Un minuto más y se hará fuego.
      José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó al niño de los
      hombros y se lo entregó a la mujer.
      "Estos cabrones son capaces de disparar", murmuró ella.
      José Arcadio Segundo no tuvo tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco con un grito a las palabras de la mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que tenía enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.

      - ¡Cabrones! - gritó -. Les regalamos el minuto que falta.
      Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas
      de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea. De pronto , a un lado de la estación, un grito de muerte desgarró el encantamiento: "Aaaay, mi madre." Una fuerza sísmica, un aliento volcánico, un rugido de cataclismo, estallaron en el centro de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas tuvo
      tiempo de levantar al niño, mientras la marea con el otro era absorbida por la muchedumbre centrifugada por el pánico.

      Muchos años después, el niño había de contar todavía, a pesar de que los vecinos seguían creyéndole un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su cabeza, y se dejó arrastrar, casi en el aire, como flotando en el terror de la muchedumbre, hacia una calle adyacente. La posición privilegiada del niño le permitió ver que en ese momento la masa desbocada empezaba a llegar a la esquina y la fila de ametralladoras abrió fuego. Varias voces gritaron al mismo tiempo:
      - ¡ Tírense al suelo! ¡ Tírense al suelo!
      Ya los de las primeras líneas lo habían hecho, barridos por las ráfagas de metralla. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla. El niño vio a una mujer arrodillada, con los brazos en cruz, en un espacio limpio, misteriosamente vedado a la estampida. Allí lo puso José Arcadio Segundo, en el instante de derrumbarse con la cara bañada en sangre, antes de que el tropel colosal arrasara con el espacio vacío, con la mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de sequía, y con el puto mundo donde Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos de caramelo.

      Cuando José Arcadio Segundo despertó estaba bocarriba en las tinieblas. Se dio cuenta de queiba en un tren interminable y silencioso, y de que tenía el cabello apelmazado por la sangre seca y le dolían todos los huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto a dormir muchas horas, a salvo del terror y el horror, se acomodó del lado que menos le dolía, y solo entonces descubrió que estaba acostado sobre los muertos. No había un espacio libre en el vagón, salvo el corredor central. Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada, y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarlos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al mar como el banano de rechazo. Solamente reconoció a una mujer que vendía refrescos en la plaza y al coronel Gavilán, que todavía llevaba enrollado en la mano el cinturón con la hebilla de plata moreliana con que trató de abrirse camino a través del pánico. Cuando llegó al primer vagón dio un salto en la oscuridad, y se quedó tendido en la zanja hasta que el tren acabó de pasar. Era el mas largo que había visto nunca, con casi doscientos vagones de carga, y una locomotora en cada extremo y una tercera en el centro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima de los vagones se veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas.

      Después de medianoche se precipitó un aguacero torrencial. José Arcadio Segundo ignoraba dónde había saltado, pero sabía que caminando en sentido contrario al del tren llegaría a Macondo. Al cabo de más de tres horas de marcha, empapado hasta los huesos, con un dolor de cabeza terrible, divisó las primeras casas a la luz del amanecer. Atraído por el olor del café, entró en una cocina donde una mujer con un niño en brazos estaba inclinada sobre el fogón.

      - Buenas - dijo exhausto -. Soy José Arcadio Segundo Buendía.
      Pronunció el nombre completo, letra por letra, para convencerse de que estaba vivo. Hizo bien, porque la mujer había pensado que era una aparición al ver en la puerta la figura escuálida, sombría, con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la muerte. Lo conocía. Llevó una manta para que se arropara mientras se secaba la ropa en el fogón, le calentó agua para que se lavara la herida que era sólo un desgarramiento de la piel, y le dio un pañ limpio para que se vendara la cabeza. Luego le sirvió un pocillo de café, sin azúcar, como le habían dicho que lo tomaban los Buendía, y abrió la ropa cerca del fuego.


      José Arcadio Segundo no habló mientras no terminó de tomar el café.
      - Debían ser como tres mil - murmuró.
      - ¿Qué?
      - Los muertos - aclaró él-. Debían ser todos los que estaban en la estación.
      La mujer lo midió con una mirada de lástima.
      "Aquí no ha habido muertos - dijo -. Desde los tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo." En tres cocinas donde se detuvo José Arcadio Segundo antes de llegar a la casa le dijeron lo mismo: "No hubo muertos." Pasó por la plazoleta de la estación, y vio las mesas de fritangas amontanadas una encima de otra, y tampoco allí encontró rastro alguno de la masacre. Las calles estaban desiertas bajo la lluvia tenaz y las casas cerradas, sin vertigios de vida interior. La única noticia humana era el primer toque para misa.

      Gabriel García Márquez
      Cien años de soledad

      miércoles, 14 de octubre de 2009

      Libertad no, salida

      Temo que no se entienda bien lo que para mí significa “salida”. Empleo la palabra en su sentido más preciso y más común. Intencionadamente no digo libertad. No hablo de esa gran sensación de libertad hacia todos los ámbitos. Cuando era mono posiblemente la viví y he conocido hombres que la añoran.

      En lo que a mí atañe, ni entonces ni ahora pedí libertad. Con la libertad –y esto lo digo al margen- uno se engaña demasiado entre los hombres, ya que si el sentimiento de libertad es uno de los más sublimes, así de sublimes son también los correspondientes engaños.

      No, yo no quería libertad. Quería únicamente una salida: a derecha, a izquierda, adonde fuera. No aspiraba a más. Aunque la salida fuese tan solo un engaño: como mi pretensión era pequeña, el engaño no sería mayor. ¡Avanzar, avanzar! Con tal de no detenerse con los brazos en alto, apretado contra las tablas de un cajón.

      Franz Kafka
      Informe para una academia

      domingo, 7 de junio de 2009

      Un escándalo en Bohemia

      Para Sherlock Holmes ella es siempre la mujer. Rara vez he oído que la mencione por otro nombre. A sus ojos, ella eclipsa al resto del sexo débil. No es que haya sentido por Irene Adler una emoción que pueda compararse al amor. Todas las emociones, y ésa particularmente, son opuestas a su mente fría, precisa, pero admirablemente equilibrada. Es, puedo asegurarlo, la máquina de observación y razonamiento más perfecta que el mundo ha visto; pero como amante, como enamorado, Sherlock Holmes había estado en una posición completamente falsa. Jamás hablaba de las pasiones, aun de las más suaves, sin un dejo de burla y desprecio. Eran cosas admirables para el observador... excelentes para recorrer el velo de los motivos y acciones de los hombres. Pero para el razonador preparado, admitir tales intromisiones en su propio temperamento, cuidadosamente ajustado, era introducir un factor que distraería y descompensaría todos los delicados resultados mentales. Una basura en un instrumento sensitivo o una grieta en un lente finísimo, no habría sido más perjudicial que una emoción intensa en una naturaleza como la suya. Y, sin embargo, para él no hubo más que una mujer, y esa mujer fue la difunta Irene Adler, de dudosa y turbia memoria.
      Había visto poco a Holmes últimamente. Mi matrimonio nos había alejado. Mi propia felicidad y los intereses domésticos que surgén alrededor del hombre que se encuentra por primera vez convertido en amo y señor de su casa, eran suficientes para absorber toda mi atención; mientras que Holmes, que odiaba cualquier forma de sociedad con toda su alma de bohemio, permaneció en nuestras habitaciones de Baker Street, sumergido entre sus viejos libros y alternando, de semana en semana, entre la cocaína con la ambición, la somnolencia de la droga con la feroz energía de su propia naturaleza inquieta. Continuaba, como siempre, profundamente interesado en el estudio del crimen y ocupando sus inmensas facultades y sus extraordinarios poderes de observación en seguir las pistas y aclarar los misterios que habían sido abandonados por la policía oficial, como casos desesperados. De vez en cuando escuchaba algún vago relato de sus hazañas: su intervención en el caso del asesinato Trepoff, en Odessa; su solución en la singular tragedia de los hermanos Atkinson, en Trincomalee, y, finalmente, en la misión que había realizado, con tanto éxito, para la familia reinante de Holanda. Sin embargo, más allá de estas muestras de actividad, que me concretaba a compartir con todos los lectores de la prensa diaria, sabía muy poco de mi antiguo amigo y compañero.
      Una noche -fue el 20 de marzo de 1888- volvía de visitar a un paciente (había vuelto al ejercicio de mi profesión como médico civil), cuando mi recorrido de regreso a casa me obligó a pasar por Baker Street. Al pasar por aquella puerta tan familiar para mí, que siempre estará asociada en mi mente a la época de mi noviazgo y a los oscuros incidentes del Estudio en escarlata, me sentí invadido por un intenso deseo de ver a Holmes y de saber cómo estaba empleando, ahora, sus extraordinarias facultades. Sus habitaciones estaban brillantemente iluminadas. Al levantar la mirada hacia ellas, noté su figura alta y esbelta pasar dos veces, convertida en negra silueta, cerca de la cortina. Estaba recorriendo la habitación rápida, ansiosamente, con la cabeza sumida en el pecho y las manos unidas a la espalda. Para mí, que conocía a fondo cada uno de sus hábitos y de sus estados de ánimo, su actitud y su comportamiento eran reveladores. Estaba trabajando de nuevo. Se había sacudido de sus ensueños toxicómanos y estaba sobre la pista candente de algún nuevo caso. Toqué la campanilla y fui conducido a la sala que por tanto tiempo compartí con Sherlock.
      No fue muy efusivo. Rara vez lo era; pero creo que se alegró de verme. Casi sin decir palabra, aunque con los ojos brillándole bondadosamente, me indicó un sillón, me arrojó su cajetilla de cigarrillos y señaló hacia una botella de whisky y un sifón que había encima de una cómoda. Entonces se puso de pie frente al fuego y me miró con el detenimiento tan peculiar de él.
      -El matrimonio le sienta bien -me dijo-. Creo, Watson, que ha aumentado unas siete libras y media desde que no nos vemos.
      -Siete -contesté yo.
      -Debí haber pensado un poco más antes de decir eso... Y veo que está ejerciendo de nuevo. No me había dicho que intentaba dedicarse a su profesión.
      -Entonces, ¿cómo lo sabe?
      -Lo veo, lo deduzco. ¿Como sé que se ha estado exponiendo mucho a la lluvia últimamente y que tiene una criada torpe y descuidada?
      -Mi querido Holmes -protesté yo-, esto es demasiado. Si hubiera vivido hace unos siglos, habría muerto en la hoguera por brujería. Es cierto que el jueves salí a dar un paseo por el campo y llegué a casa empapado; pero me he cambiado de ropa y no puedo imaginarme cómo deduce esto. En cuanto a Mary Jane, es incorregible y mi esposa la ha despedido; tampoco imagino cómo logró adivinarlo.
      Holmes sonrió para sí y se frotó las manos largas y nerviosas.
      -Es la simplicidad misma. Mis ojos me dicen que en la parte exterior de su zapato izquierdo, exactamente donde alumbra mejor la luz, la piel está raspada toscamente en seis lugares, trazando rayas paralelas. Obviamente esto ha sido causado por alguien que trató de quitar el lodo que cubría el zapato, pero lo hizo con positiva torpeza, sin cuidado alguno. De ahí mi doble deducción de que se expuso a la lluvia y de que tiene un espécimen en particular incompetente de la maligna servidumbre londinense. En cuanto al ejercicio de su profesión, si un caballero entra en esta habitación oliendo a yodoformo, con una mancha negra de nitrato de plata en el índice derecho y una prominencia a un lado del sombrero de copa, mostrando dónde ha escondido su estetoscopio, necesitaría ser muy tonto para no declararlo miembro activo de la profesión médica.
      Pude evitar echarme a reír por la facilidad con que explicaba sus deducciones.
      -Cuando le oigo exponer sus razonamientos -comenté-, la cuestión me parece siempre tan ridículamente simple, que me siento seguro de que podría haber hecho fácilmente las mismas deducciones que usted. Sin embargo, a cada nuevo caso que se me presenta de sus aparentemente extraños poderes, me siento desconcertado hasta que me explica el proceso que siguió. Y no obstante, creo tener tan buenos ojos como usted.
      -Es posible -contestó encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en un sillón-. Usted ve, pero no observa. La distinción es perfectamente clara. Por ejemplo, usted ha visto con frecuencia la escalera que conduce del vestíbulo a esta habitación.
      -Ciertamente.
      -¿Cuántas veces?
      -Bueno, varios centenares de ocasiones.
      -Entonces, podrá decirme cuántos hay.
      -¿Cuántos escalones? No sé.
      -¿Ahora comprende? Usted no ha observado, a pesar de haber visto. Eso es lo que quería decirle. Ahora bien, yo sé que hay diecisiete escalones, porque he visto y he observado. Por cierto, ya que está interesado en estos problemitas y que ha sido lo bastante amable como para publicar una o dos de mis experiencias, quizá le guste ver esto -me entregó una hoja de papel grueso, de un suave tono sonrosado, que había estado hasta entonces sobre la mesa-. Me llegó en el correo de la tarde. Léala en voz alta.
      La nota no tenía fecha, ni firma, ni domicilio del remitente. Decía:
      Visitará a usted esta noche, faltando un cuarto para las ocho, un caballero que desea consultar a usted sobre un asunto de extrema importancia. Sus recientes servicios a una de las casas reales de Europa ha demostrado que es usted persona a quien puede confiarse asunto de tal importancia, que nada de lo que se dijera al respecto resultaría exagerado. Estos datos de usted de todas partes hemos recibido. Procure, por tanto, estar en su casa a esa hora, y no se sorprenda si su visitante se presenta enmascarado.
      -Este es un asunto realmente misterioso -comenté-. ¿Qué cree que puede significar?
      -No tengo datos todavía. Es un error capital tratar de formular teorías antes de tener datos. Insensiblemente, uno empieza a retorcer los hechos para que se adapten a las teorías, en lugar de que las teorías se adapten a los hechos. Pero, ¿qué deduce de la nota misma?
      Examiné con cuidado la escritura y el papel que habían usado para escribir.
      -El hombre que la escribió está en buenas condiciones económicas -comenté tratando de imitar el raciocinio de mi compañero-. Este papel no puede adquirirse por menos de media corona el paquete. Es peculiarmente grueso y resistente.
      -Peculiar... ésa es la palabra exacta -dijo Holmes-. No es papel inglés. Colóquelo contra la luz.
      Lo hice y vi una E mayúscula con una g minúscula, una P y una G mayúsculas con una t minúscula, marcadas en la superficie del papel.
      -¿Qué deduce de esto? -preguntó Holmes.
      -Es el nombre del fabricante, sin duda; o más bien, su monograma.
      -De ningún modo. La G mayúscula con la t minúscula significan Gesellschaft, que es el equivalente en alemán de Compañía. Es la abreviatura acostumbrada, equivalente a nuestra Cía. La P, desde luego, significa Papier. Ahora veamos lo de la Eg. Consultemos nuestra Guía continental -bajó un pesado volumen marrón de uno de los anaqueles-. Eglow, Eglonitz... aquí estamos, Egria. Es un país en que hablan alemán... en Bohemia, no lejos de Carlsbad. "Notable por haber sido la escena de la muerte de Wallenstein, y por sus numerosas fábricas de vidrio y de papel." ¡Ja! ¡Ja! ¿Qué le parece eso, hijo mío? -sus ojos brillaban y arrojó una gran nube azulosa de su cigarrillo.
      -El papel fue hecho en Bohemia -exclamé.
      -Precisamente. Y el hombre que escribió la nota es alemán. Note la construcción un poco forzada de esa frase: "Estos datos de usted de todas partes hemos recibido". Un francés o un ruso no hubiera escrito así. Es el alemán quien cambia la construcción de las frases en esa forma. Sólo queda, por tanto, descubrir qué desea este alemán que escribe en papel bohemio y que prefiere usar una máscara a mostrar su rostro. Y aquí viene, si no me equivoco, a resolver todas nuestras dudas.
      Se escuchó el ruido claro de las herraduras de los caballos y el rozar de las ruedas sobre el pavimento, seguidos por el llamado brusco de la campanilla. Holmes silbó.
      -Son dos caballos, lo deduzco por el ruido de las pisadas -dijo-. Sí -continuó, asomándose por la ventana-. Es un elegante carruaje con dos verdaderos ejemplares equinos. Cuando menos de ciento cincuenta guineas cada uno. En este caso hay dinero, Watson, a falta de otra cosa.
      -Creo que será mejor que me vaya, Holmes.
      -De ningún modo, doctor. Quédese donde está. Esto promete ser interesante. Sería una lástima que se lo perdiera.
      -Pero... un cliente...
      -No se preocupe por él. Quizá yo necesite su ayuda, o quizás él mismo la requiera. Aquí viene. Siéntese en ese sillón, doctor, y préstenos toda su atención.
      Unos pasos lentos y pesados, que se habían escuchado en las escaleras y en el corredor, se detuvieron exactamente frente a nuestra puerta. Entonces se escuchó un llamado brusco e imperativo.
      -¡Pase! -ordenó Holmes.
      Entró un hombre que difícilmente medía menos de dos metros de estatura, con el pecho y las extremidades de un Hércules. Su apariencia era la de un personaje rico, con una ostentación que en Inglaterra se habría considerado muy cercana al mal gusto. Gruesas bandas de astracán atravesaban las mangas y el frente de su gabán cruzado, mientras que su gran capa de un paño azul índigo, estaba ribeteada y forrada con seda de color rojo subido. La aseguraba a su cuello con un broche que tenía una solitaria y gigantesca aguamarina. Las elegantes botas que se extendían hasta la mitad de la pantorrilla, completaban la impresión de bárbara opulencia que sugería toda su apariencia. Llevaba en la mano un sombrero de ala ancha y su rostro estaba casi oculto tras una gran máscara negra, en forma de antifaz, que parecía haberse colocado en aquel momento, pues, al entrar, todavía tenía levantada la mano hacia la máscara. La parte inferior de la cara, que quedaba al descubierto, revelaba un hombre de carácter fuerte, con labios gruesos y prominentes, y una barbilla larga y puntiaguda que sugería una resolución rayana en la necedad.
      -¿Recibió usted mi nota? -preguntó con voz áspera y profunda y con acento alemán muy marcado-. En ella le avisaba que vendría.
      Nos miró a los dos, sin saber a quién dirigirse.
      -Le suplico que tome asiento -dijo Holmes-. Éste es mi amigo el doctor Watson, quien en algunas ocasiones ha tenido la bondad de ayudarme a solucionar mis casos. ¿A quién tengo el honor de dirigirme?
      -Habla usted con el conde Von Kramm, un noble bohemio. Tengo entendido que este caballero, su amigo, es un hombre de honor y discreción, en cuya presencia puedo hablar sobre un asunto de la más grande importancia. Si no, preferiría hablar a solas con usted.
      Me levanté para irme, pero Holmes me tomó del brazo y me obligó a volver a instalarme en el sillón.
      -Los dos o ninguno -dijo-. Puede usted decir ante este caballero cualquier cosa que pueda decirme a mí.
      El conde encogió sus anchos hombros.
      -Entonces empezaré por suplicar a ustedes absoluto silencio respecto al asunto que me trae aquí, dentro de los dos próximos años. Al final de ese tiempo, el asunto ya no tendrá importancia. Por el momento debo señalar que no es exagerado afirmar que la cuestión es de tal magnitud que podría influir en la historia europea.
      -Prometo discreción -aseguró Holmes.
      -Y yo también.
      -Ustedes perdonarán esta máscara -continuó nuestro extraño visitante-. La augusta persona que me emplea desea que su agente sea desconocido para ustedes, y debo confesarles que el título que yo mismo me he dado hace un momento no es precisamente el mío.
      -Lo comprendí, desde luego -dijo Holmes secamente.
      -Las circunstancias son muy delicadas y deben tomarse todas las precauciones para evitar lo que amenaza ser un inminente escándalo y que podría comprometer seriamente a una de las familias reinantes de Europa. Para hablar francamente, el asunto gira en torno de la gran Casa de Ormstein, soberanos de Bohemia por generaciones.
      -También me di cuenta de eso -murmuró Holmes, sumiéndose en su sillón y cerrando los ojos.
      Nuestro visitante miró, sorprendido, la figura lánguida y perezosa del hombre que le había sido descrito como el razonador más genial y el agente investigador más activo de Europa. Holmes abrió lentamente los ojos y miró con impaciencia a su cliente.
      -Si Su Majestad tiene la bondad de explicarme su problema, podré aconsejarle mejor.
      El hombre se levantó de su silla de un salto y empezó a recorrer la habitación de un lado a otro, con muestras de agitación incontrolable. Entonces, con un gesto de desesperación, se arrancó la máscara del rostro y la arrojó al suelo.
      -Tiene razón -gritó-, soy el rey. ¿Para qué tratar de ocultarlo?
      -Es cierto, ¿para qué? -murmuró Holmes-. Su Majestad no había hablado aún y yo ya sabía que me estaba dirigiendo a Wilhelm Gottsreich Sigismond von Ormstein, gran duque de Cassel-Felstein y rey de Bohemia por herencia.
      -Debe comprender -dijo nuestro extraño visitante, sentándose de nuevo y pasando la mano sobre su ancha y blanca frente-, debe comprender que no estoy acostumbrado a hacer estos negocios personalmente. Sin embargo, el asunto era tan delicado que no quise confiarlo a un agente. Eso habría significado quedar a su merced. He venido de incógnito, desde Praga, con el objeto de consultarle a usted.
      -Entonces, le suplico que haga su consulta -dijo Holmes, cerrando los ojos una vez más.
      -Los hechos, en concreto, son los siguientes: hace unos cinco años, durante una prolongada visita a Varsovia, trabé conocimiento con la bien conocida aventurera Irene Adler. El nombre es, sin duda alguna, familiar para usted.
      -Tenga la bondad de ver qué dice mi índice sobre ella, doctor -murmuró Holmes sin abrir los ojos. Durante muchos años había adoptado el sistema de anotar todos los párrafos referentes a hombres y cosas que se publicaban en los periódicos, de tal modo que era difícil mencionar un tema o a una persona sin que él pudiera contar de inmediato con información al respecto. En este caso, encontré la biografía de la mujer entre la de un rabí hebreo y la de un marino que había escrito una monografía sobre los peces que habitan en los mares profundos.
      -¡Déjeme ver! -exclamó Holmes-. ¡Hum! Nació en Nueva Jersey en el año de 1858. Contralto... ¡hum! La Scala... ¡hum! Prima donna de la Opera Imperial de Varsovia... ¡sí! Retirada de la escena... ¡ajá! Viviendo en Londres actualmente... ¡eso es! Su Majestad, entiendo, se mezcló con esta joven, le escribió algunas cartas comprometedoras y ahora está deseoso de recobrar esas cartas.
      -Precisamente. Pero ¿cómo...?
      -¿Hubo un matrimonio secreto?
      -No.
      -¿Nada de papeles legales o certificados?
      -Ninguno.
      -Entonces, no acierto a comprender a Su Majestad. Si esta joven presentara sus cartas para realizar un chantaje, o con cualquier otro propósito, ¿cómo iba a probar su autenticidad?
      -Por la escritura.
      -¡Bah! Falsificada.
      -Mi papel privado.
      -Robado.
      -Mi propio sello.
      -Imitado.
      -Mi fotografía.
      -Comprada.
      -Los dos estamos en la fotografía.
      -¡Ah, caramba! ¡Eso sí es terrible! Su Majestad cometió una tremenda indiscreción al fotografiarse así.
      -Estaba enamorado... loco.
      -Se ha comprometido muy seriamente.
      -En aquel entonces era sólo príncipe. Era joven. Aun ahora no tengo más que treinta años.
      -Esa fotografía debe recobrarse.
      -Hemos tratado de hacerlo, y hemos fracasado.
      -Su Majestad tendrá que pagar. Debe ser comprada.
      -Ella no la venderá.
      Robada, entonces.
      -Se han hecho cinco intentos. En dos ocasiones, ladrones a mi servicio han registrado su casa. Una vez le robamos el equipaje cuando iba de viaje. Dos veces la han registrado mujeres pagadas por mí. Sin resultado.
      -¿No hay rastros del retrato?
      -Absolutamente ninguno.
      Holmes se echó a reír.
      -Es un problemita bastante complicado -dijo.
      -Y muy serio para mí -contestó el rey en tono de reproche.
      -Mucho, realmente. ¿Y qué se propone hacer con la fotografía?
      -Arruinarme.
      -Pero, ¿cómo?
      -Estoy a punto de casarme.
      -Eso he sabido.
      -Con Clotilde Lothman von Saxe-Meiningen, hija segunda del rey de Escandinavia. Quizá conozca usted los estrictos principios de su familia. Ella misma es la personificación de la delicadeza. Una sombra de duda en cuanto a mi conducta, pondría fin a nuestro compromiso matrimonial.
      -¿E Irene Adler?
      -Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Sé muy bien que lo hará. Usted no la conoce, pero tiene un alma de acero. Tiene el rostro de la más hermosa de las mujeres y la mente del más resuelto de los hombres. Para evitar que yo me case con otra mujer, no hay extremos a los que ella no sea capaz de ir... no los hay.
      -¿Está seguro de que no la ha enviado todavía?
      -Estoy seguro.
      -¿Por qué?
      -Porque me dijo que la enviaría el día que el matrimonio fuera proclamado públicamente. Eso será el próximo lunes.
      -¡Oh!, entonces nos quedan tres días aún -dijo Holmes con un bostezo-. Es una gran fortuna, pues tengo uno o dos asuntos de importancia que atender por el momento. Su Majestad, desde luego, pasará unos días en Londres, ¿no?
      -Ciertamente. Me encontrará en el Langham, bajo el nombre de conde Von Kramm.
      -Entonces lo visitaré para notificarle sobre el progreso de nuestras indagaciones.
      -Le ruego que lo haga. Vivo invadido por la ansiedad.
      -¿Y qué me dice respecto al dinero?
      -Tiene usted carte blanche.
      -¿Absolutamente?
      -Le aseguro que le daría una de las provincias de mi reino por esa fotografía.
      -¿Y en lo que se refiere a los gastos de momento?
      El rey sacó una pesada bolsa de cuero del interior de su gabán y la colocó sobre la mesa.
      -Hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes -dijo.
      Holmes extendió un recibo por la cantidad en una hoja de papel y se lo entregó.
      -¿Sabe usted cuál es el domicilio de la dama? -preguntó.
      -Es Briony Lodge, Serpentine Avenue, St. John's Wood.
      Holmes tomó nota de aquellos datos.
      -Otra pregunta -dijo con aspecto pensativo-. ¿Era de cuerpo entero la fotografía?
      -Entonces, buenas noches, Su Majestad. Confío en que pronto tendremos buenas noticias para usted. Y buenas noches, Watson -añadió mientras el carruaje real se alejaba estrepitosamente-. Si tiene la bondad de visitarme mañana por la tarde, a las tres en punto, tendré mucho gusto en discutir este asunto con usted.


      II

      A las tres en punto del día siguiente estaba yo en la casa de Baker Street, pero Holmes no había vuelto aún. La patrona me informó que había salido de la casa poco después de las ocho de la mañana. Me senté cerca del fuego, sin embargo, con intención de esperarlo por mucho que tardara en volver. El nuevo caso había despertado profundamente mi interés, porque aun cuando no estaba rodeado de la tragedia y de los aspectos extraños de los dos crímenes en que yo había intervenido antes, la naturaleza del caso y la importancia de su cliente le daban un interés especial a mis ojos. Además, aparte de la naturaleza de la investigación que mi amigo tenía a mano, había algo tan maravilloso en su magistral dominio de las situaciones y en su agudo e incisivo razonamiento, que para mí era un placer poder estudiar su sistema de trabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles por medio de los cuales desentrañaba los más confusos misterios. Tan acostumbrado estaba yo a su éxito invariable, que la simple posibilidad de un fracaso me resultaba inconcebible.
      Fue cerca de las cuatro de la tarde cuando se abrió la puerta y entró en la habitación un mozo de caballerizas, sucio, barbudo, con aspecto alcohólico, rostro abotagado y ropas destrozadas. Aunque estaba acostumbrado a la extraordinaria habilidad de mi amigo para disfrazarse, tuve que mirarlo tres veces antes de estar seguro de que era él realmente. Moviendo la cabeza a modo de saludo, desapareció por la puerta que conducía a la alcoba y salió cinco minutos después, ya cuidadosamente arreglado y limpio, y como siempre, vestido con su traje de casimir. Se metió las manos en los bolsillos, extendió las piernas frente a la hoguera y se echó a reír alegremente durante varios minutos.
      De vez en cuando lanzaba alguna exclamación ininteligible, para después continuar riendo como un loco, hasta que quedó inmóvil, exhausto, sobre la silla.
      -¿De qué se ríe?
      -De una cosa graciosa. Estoy seguro de que usted no podría nunca adivinar cómo empleé la mañana o qué terminé por hacer.
      -No puedo imaginarlo. Supongo que ha estado vigilando los hábitos y, probablemente, la casa de la señorita Irene Adler.
      -Exactamente, pero me ocurrieron cosas en verdad extraordinarias. Salí de la casa poco después de las ocho de la mañana, disfrazado como mozo de caballeriza, sin trabajo. Hay una maravillosa simpatía y camaradería entre los miembros de esta profesión. Pronto encontré Briony Lodge. Es una villa amplia, con un jardín en la parte posterior, con una gran estancia a la derecha, muy bien amueblada, con largas ventanas que llegan casi hasta el suelo, aseguradas con esos aldabones ingleses que hasta un niño puede abrir. A más de eso no era un edificio nada notable. Observé que se podía entrar a una de las ventanas por el techo de la caballeriza. Di varias vueltas alrededor de la casa y la examiné desde todos los ángulos, pero sin notar ninguna otra cosa que despertara mi interés.
      "Estuve vagando por la calle un rato y me fui acercando hasta el lado del jardín, en tanto que los mozos atendían a los caballos. Me presté a ayudarlos y recibí como compensación dos peniques, un vaso de vino, un poco de tabaco corriente y toda la información deseable acerca de la señorita Adler, para no decir nada de media docena más de personas del barrio, en quienes no tengo el más mínimo interés, pero cuyas biografías fui obligado a escuchar."
      -¿Y qué me dice de Irene Adler? -pregunté.
      -¡Oh!, ha vuelto locos a todos los hombres de esa parte de la ciudad. Es la muchacha más bonita que hay en este planeta, en opinión de los mozos. Vive tranquilamente, canta en conciertos, sale a pasear todos los días a las cinco y vuelve a cenar exactamente a las siete. Raras ocasiones sale a otra hora, excepto cuando canta. Tiene un solo visitante masculino, aunque es un visitante muy constante. Es un tipo alto, guapo y atrevido; nunca la visita menos de una vez al día y a veces lo hace dos. Es un tal señor Godfrey Norton. ¿Ve la ventaja de ser el confidente de un cochero? Mis amigos improvisados lo han llevado varias veces a su casa en Inner Temple y saben todo lo que se puede saber respecto a él. Mientras escuchaba todo esto, yo pensaba en mi plan de campaña.
      "Este Godfrey Norton es evidentemente un factor importante en el asunto. Supe que era abogado. No pude menos de preguntarme qué relación existía entre ellos y cuál era el objeto de sus frecuentes visitas. ¿Era Irene su cliente, su amiga o su amante? En el primer caso, probablemente le había entregado la fotografía a él, para que se la guardara. Si era lo último, resultaba menos probable. Y de esta cuestión dependía que continuara trabajando en Briony Lodge o que volviera mi atención a las habitaciones de este caballero en el Temple; era un punto delicado y ampliaba el campo de mis investigaciones. Me temo que le estoy aburriendo con estos detalles, pero tengo que explicarle estas pequeñas dificultades para que comprenda la situación." -Le escucho con gran interés -contesté.
      -Estaba todavía estudiando mentalmente la cuestión, cuando un coche se detuvo frente a Briony Lodge y un caballero descendió de él. Era un hombre notablemente apuesto, moreno, de facciones regulares y espeso bigote... evidentemente se trataba del caballero de quien había oído hablar. Parecía tener mucha prisa. Gritó al cochero que lo esperara y pasó corriendo frente a la doncella que le abrió la puerta, con la confianza de un hombre que está en su propia casa.
      "Estuvo en el interior de la casa, aproximadamente una hora. Durante este tiempo pude verlo a través de los cristales de las ventanas que corresponden a la sala, dando vueltas de un lado a otro y moviendo los brazos como si hablara con gran excitación. No vi a Irene Adler durante ese tiempo. Por fin salió, con aspecto más agitado del que traía al llegar. Al subir al coche sacó un reloj de oro del bolsillo, consultó la hora y gritó con voz desesperada:
      "-¡Vámonos como alma que lleva el diablo! Primero a Gross & Hankey, en Regent Street, y luego a la iglesia de Santa Mónica, en Edgeware Road. ¡Media guinea si logra hacer esto en veinte minutos!
      "El coche partió y empezaba a preguntarme si no sería buena idea seguirlo, cuando salió de la caballeriza de Briony Lodge un carruaje pequeño. El cochero traía la librea sólo abotonada a medias y la corbata sin arreglar como si hubiera sido llamado rápidamente. Apenas había llegado el carruaje a la puerta de la casa, cuando Irene salió bruscamente de ella y subió con igual rapidez al coche. Sólo la vi un instante, pero bastó para que notara que era una mujer encantadora, con un rostro por el que cualquier hombre moriría con gusto.
      "-¡A la iglesia de Santa Mónica, John! -gritó-. Y te doy medio soberano si llegas en veinte minutos.
      "Aquello se ponía demasiado interesante para que yo me lo perdiera, Watson. Empezaba a meditar en si debía arriesgarme a ser visto, subiéndome a la parte posterior de su pequeño carruaje, cuando se acercó por el otro lado de la calle un coche de alquiler. El cochero me miró con desconfianza, pero yo salté al interior del carruaje antes de que pudiera protestar.

      "-¡A la iglesia de Santa Mónica! -le ordené-. Y medio soberano será suyo si llega en veinte minutos.
      "Faltaban veinticinco minutos para las doce, así que estaba perfectamente claro lo que se proponían.
      "Mi cochero se portó muy bien. No creo que jamás haya conducido a tanta velocidad, pero los otros ya estaban allí cuando llegamos. El coche y el pequeño carruaje de Irene se encontraban a la puerta de la iglesia. Pagué al cochero y entré. No había un alma en el interior, con la excepción de los dos personajes a quienes venía siguiendo, y el sacerdote que se encontraba frente a ellos. Los tres formaban un apretado nudo frente al altar. Empecé a caminar lentamente por el pasillo central de la nave, como cualquier otro vagabundo que se ha metido en una iglesia a falta de otra cosa que hacer. De pronto, ante mi sorpresa, las tres personas del altar volvieron su rostro y Godfrey Norton se echó a correr en dirección a mí.
      "-¡Gracias a Dios! -gritó-. Usted nos servira. ¡Venga! ¡Venga!
      "-¿Qué quiere de mí? -pregunté.
      "-Venga, hombre, venga; es sólo cosa de tres minutos. Si no, no será legal.
      "Casi me arrastraron hasta el altar y antes de que me diera cuenta de lo que estaba haciendo, murmuraba respuestas que me decían al oído y declaraba cosas de las que no sabía absolutamente nada. Simplemente estaba ayudando a realizar el acto de unir en matrimonio a Irene Adler, soltera, con Godfrey Norton, soltero. Todo fue hecho en un instante y me encontré con una dama dándome las gracias por un lado, un caballero dándome las gracias por el otro, y el sacerdote, enfrente de mí, haciéndome una leve caravana. Era la posición más extraña en que me había encontrado en mi vida, y el pensar en ello fue lo que me produjo el acceso de risa que sufrí hace un momento. Parece que había cierta informalidad en su licencia y que el sacerdote se negaba terminantemente a casarlos sin un testigo. Mi aparición en la iglesia evitó al novio tener que echarse a correr por las calles en busca de un padrino. La novia me dio un soberano y pienso usarlo en la cadena de mi reloj, en recuerdo de la ocasión."
      -Las cosas han tomado un curso inesperado -dije yo-, ¿y entonces qué pasó?
      Bueno, encontré que mis planes estaban muy seriamente amenazados. Parecía que la pareja se disponía a partir de inmediato y eso exigía medidas rápidas y enérgicas de mi parte. En la puerta de la iglesia, sin embargo, se separaron. Él se dirigió al Temple y ella a su propia casa.
      "-Saldré al parque a las cinco, como de costumbre -dijo ella al separarse de su flamante marido. No oí más. Partieron en diferentes direcciones y yo me marché para hacer mis propios arreglos."
      -¿Cuáles son? -pregunté.
      -Un poco de fiambre y un vaso de cerveza -ordenó Sherlock al ver entrar a la sirvienta, haciendo caso omiso de mi pregunta-. He estado tan ocupado que no he tenido tiempo de pensar en comer. Y estaré aún más ocupado esta tarde. Por cierto, doctor, quiero su cooperación.
      -Encantado de servirle.
      -¿No le importa faltar a la ley?
      -No, en lo más mínimo.
      -¿Ni correr el riesgo de ser arrestado?
      -No, si es por una buena causa.
      -¡Oh, la causa es excelente!
      -Entonces soy el hombre que necesita.
      -Ya sabía yo que podía contar con usted.
      -Pero, ¿qué es lo que desea de mí?
      -Cuando la señora Turner haya traído lo que le pedí, me explicaré con más claridad -dijo. Un momento después entraba nuestra patrona con la frugal comida ordenada por mi amigo y éste se lanzaba hambriento sobre ella-. Tendremos que discutir el asunto mientras como, pues no dispongo de mucho tiempo. Son casi las cinco. Dentro de dos horas tenemos que entrar en acción. La señorita, o más bien la señora Irene, vuelve a las siete de su paseo. Debemos estar en Briony Lodge para recibirla.
      -¿Y qué haremos entonces?
      -Usted debe dejar las cosas en mis manos. Ya he arreglado lo que va a ocurrir entonces. Hay un solo punto en el que debo insistir. Usted no debe intervenir, pase lo que pase. ¿Entendido?
      -¿Debo ser neutral?
      -No debe hacer absolutamente nada. Probablemente habrá algunos incidentes desagradables. No intervenga en ellos. Los sucesos concluirán en que me conduzcan a la casa. Cuatro o cinco minutos después se abrirá una de las ventanas de la sala. Usted entonces se acercará a esa ventana abierta.
      -Sí.
      -Se fijará en mí, pues para entonces estaré al alcance de su vista.
      -Sí.
      -Y cuando levante mi mano... así... arrojará a la habitación lo que le voy a dar. Y al mismo tiempo lanzará el grito de: "¡Fuego!" ¿Me entiende?
      -Perfectamente.
      -No es nada notable -dijo extrayendo de su bolsillo un rollo con la forma de un habano-. Es un ordinario cohete de humo, que estalla por sí solo al chocar contra el suelo. Su misión se concreta a eso. Al dar el grito, atraerá probablemente cierto número de curiosos. Pero usted debe caminar tranquilamente hacia la esquina de la calle y esperarme allí. Yo me reuniré con usted diez minutos después. Espero haberme explicado con claridad.
      -Sí. Yo debo permanecer neutral, acercarme a la ventana abierta, para observarlo, y arrojar este objeto a una señal suya, al mismo tiempo que lanzo el grito de fuego. Entonces lo esperaré en la esquina de la calle.
      -Exactamente.
      -Puede confiar en mí.
      -Está muy bien. Creo que es casi hora de que me prepare para el nuevo papel que tendré que interpretar.
      Desapareció en su alcoba y volvió unos minutos después en el personaje de un amable y sencillo sacerdote de la Iglesia "No Conformista". Su ancho sombrero negro, sus pantalones sueltos, su corbata blanca, su sonrisa simpática y su expresión de benevolente curiosidad lo caracterizaban de un modo realmente notable. No era simplemente que Holmes cambiara de traje. Su expresión, sus modales, su propia alma parecían variar con cada nuevo papel que asumía. El teatro perdió un magnífico actor, al igual que la ciencia perdió un extraordinario investigador, cuando Sherlock Holmes se decidió a convertirse en un especialista en criminología.
      Eran las seis y cuarto cuando salimos de Baker Street y aún faltaban diez minutos para la hora cuando nos encontramos en Serpentine Avenue. Ya había oscurecido y las lámparas empezaban a ser encendidas, cuando nos colocamos frente a Briony Lodge, en espera de la llegada de la dueña de la mansión. La casa era como me la había imaginado por la descripción que me hizo Sherlock Holmes, pero el sitio parecía menos tranquilo de lo que esperaba. Por el contrario, para una calle pequeña, de un vecindario lejano, estaba notablemente animada. Había un grupo de hombres pobremente vestidos, fumando y riendo en una esquina. Un afilador daba vuelta a su rueda, dos hombres flirteaban con una sirvienta, y varios jóvenes bien vestidos recorrían la calle ociosamente, de un lado a otro, con cigarrillos en la boca.
      -Como usted comprenderá -comentó Holmes, mientras paseábamos frente a la casa-, este matrimonio simplifica el asunto. La fotografía se convierte ahora en un arma de dos filos. Todas las probabilidades son de que ella esté tan poco dispuesta a que la vea el señor Godfrey Norton como nuestro cliente lo está a que caiga en poder de su princesa. Ahora la cuestión estriba en dónde podremos encontrar la fotografía.
      -¿En dónde realmente?
      -Es poco probable que la traiga consigo. Debe ser una foto grande y no resulta fácil para una mujer esconder algo así. Además, la han registrado dos veces y debe sospechar que el rey está decidido a repetir la hazaña. Podemos dar por hecho, entonces, que no la trae consigo.
      -¿En dónde la tiene, entonces?
      -Con su banquero o con su abogado. Esa es una doble posibilidad, pero no me inclino mucho a ella. Las mujeres son discretas con sus propios secretos. ¿Por qué había de entregarla a manos ajenas? Además, recuerde que ha resuelto usarla dentro de pocos días. Debe estar al alcance de sus manos. Debe estar en su propia casa.
      -Pero, la han registrado dos veces.
      -¡Bah! Deben haberlo hecho individuos que no saben buscar.
      -¿Y cómo va a buscar usted?
      -Yo no buscaré.
      -¿Qué hará, entonces?
      -Haré que ella me muestre dónde está.
      -Se negará a hacerlo.
      -No podrá. Pero ya oigo el rumor de las ruedas. Es su carruaje. Ahora cumpla mis órdenes al pie de la letra.
      Mientras decía eso, las luces de los faroles laterales de un carruaje trazaron la curva de la avenida. Era un carruaje pequeño, que se detuvo a las puertas de Briony Lodge. En el momento en que lo hizo, uno de los hombres que se encontraban en la esquina corrió para abrir la portezuela, con la esperanza de ganarse una moneda, pero fue empujado por otro de los vagabundos, que había echado a correr con la misma intención. Una feroz reyerta se inició con aquel incidente. Los dos hombres que antes habían estado flirteando con las sirvientas, se pusieron a defender a uno de los jovenzuelos, logrando con su intervención solamente hacer más grande el escándalo. El afilador se entrometió también en el asunto y dio el primer golpe, dirigido a uno de los guardias. Un instante después, la dama que había descendido de su carruaje, era el centro de un pequeño nudo de hombres que se lanzaban puñetazos y patadas a diestra y siniestra. Holmes se introdujo en la multitud para proteger a la dama; pero en el momento en que llegaba a su lado, lanzó un grito, cayó al suelo y la sangre empezó a manar abundantemente de su rostro. Al verlo caer, los guardias se echaron a correr en una dirección y los vagabundos en otra, mientras que un grupo de personas mejor vestidas, que habían observado la pelea sin tomar parte en ella, se acercaron para ayudar a la muchacha y para atender al herido. Irene Adler, como la seguiré llamando, había corrido hacia los escalones de su casa, pero al llegar a lo alto de ellos, se detuvo, con su figura excepcional claramente delineada por las luces del vestíbulo, volviendo la mirada hacia la calle.
      -¿Está mal herido el caballero? -preguntó.
      -Está muerto -dijeron varias voces.
      -No, no. Todavía está con vida -gritó alguien-. Pero morirá antes de que pueda ser conducido al hospital.
      -Es un hombre valiente -dijo una mujer-. Se habrían llevado el bolso de la señorita y su reloj, si no hubiera sido por él. Esos hombres deben formar una pandilla peligrosa. ¡Ah! Ya empieza a respirar.
      -No lo podemos dejar tirado en la calle. ¿No podríamos meterlo en su casa, señora?
      -Desde luego. Tráiganlo a la sala. Hay un sofá aquí. Pasen por acá, por favor.
      Lenta y solemnemente mi amigo fue conducido al interior de Briony Lodge y acostado en la habitación principal, mientras yo observaba todo desde mi puesto, cerca de la ventana. Las lámparas habían sido encendidas, pero los cortinajes no fueron corridos, de tal modo que podía ver claramente a Holmes, tendido en el sofá. Yo no sé si mi amigo es capaz de un sentimiento así, pero sí sé que yo me sentí profundamente avergonzado y arrepentido de la falta que estábamos cometiendo cuando vi a aquella hermosísima criatura, contra quien estábamos conspirando, inclinarse en un gesto lleno de gracia y bondad sobre el "anciano lastimado". Pero habría sido la más negra traición a Holmes fallarle en el asunto que me había encomendado. Traté de endurecer mi corazón y saqué de mi chaqueta el cohete de humo. "Después de todo", pensé, "no le estamos haciendo un daño real. Sólo estamos impidiendo que haga daño a otros".
      Holmes estaba sentado ahora en el sofá y lo vi moverse como quien necesita desesperadamente una bocanada de aire. Una doncella corrió y abrió la ventana. En el mismo instante lo vi levantar una mano. Era la señal. Arrojé el cohete a la habitación y grité al mismo tiempo:
      -¡Fuego!
      La palabra apenas había salido de mi boca, cuando toda la multitud de espectadores -caballeros, mozos, sirvientas y vagabundos- se unieron en un grito general de "¡Fuego, fuego!" Gruesas nubes de humo salieron de la habitación por la ventana abierta. Percibí por el rabillo del ojo la carrera de varias personas en el interior de la casa y, un momento después, escuché la voz de Holmes asegurando que era una falsa alarma. Deslizándome por entre la multitud de curiosos y gritones, logré alejarme del lugar y llegué hasta la esquina de la calle. Diez minutos más tarde, Holmes se encontraba a mi lado. Me tomó del brazo y nos alejamos tranquilamente de aquel loco barullo. Caminamos rápida y silenciosamente durante algún tiempo, hasta que dimos vuelta hacia una de las tranquilas calles que conducen hacia Edgeware Road.
      -Se portó usted muy bien, doctor -comentó-. Nada podía haber salido mejor.
      -¿Tiene usted la fotografía?
      -No, pero sé dónde está.
      -¿Y cómo lo averiguó?
      -Ella me mostró el lugar, como le dije que lo haría.
      -Todavía no comprendo.
      -No quiero que esto le siga pareciendo un misterio -murmuró él echándose a reír-. El asunto es perfectamente simple. Usted, desde luego, comprendió que todas las personas que estaban en la calle eran cómplices míos. Es un grupo de actores al que contraté para mi servicio exclusivo durante estas horas.
      -Me lo supuse.
      -Bueno, cuando la pelea se inició, tenía un poco de pintura roja, fresca, en la mano. Corrí, me dejé caer, me llevé la mano al rostro y me convertí en un conmovedor espectáculo. Es un viejo truco.
      -También sospeché eso.
      -Entonces me llevaron al interior de la casa. Ella no iba a permitir que aquel pobre anciano que la había salvado se quedara en la calle. ¿Qué otra cosa podía hacer? Y me llevó a la sala, que era exactamente la habitación en que yo sospechaba que estaba la fotografía. Tenía que estar allí o en su alcoba. Y yo estaba decidido a averiguar en dónde. Me tendieron en un sofá, yo pedí a gritos un poco de aire, abrieron la ventana y usted hizo lo demás.
      -¿En qué le ayudó lo que hice?
      -Era absolutamente importante. Cuando una mujer piensa que la casa se ha incendiado, su instinto la hace correr a rescatar lo que mayor valor tiene para ella. Es un impulso incontrolable y más de una vez me he aprovechado de él. En el caso del escándalo de Darlington me fue de gran utilidad, al igual que en el asunto del castillo Arnsworth. Una madre corre por su hijo... una mujer soltera corre a rescatar sus joyas. Yo comprendía que nuestra dama no tenía en la casa nada más valioso para ella que la fotografía que estamos buscando. Correría a buscarla, para ponerla a salvo. La alarma de fuego resultó perfecta. El humo y los gritos eran como para alterar los nervios de cualquiera, aun a las personas de nervios de acero. Nuestra amiga reaccionó tal como lo pensé. La fotografía está en un anaquel secreto de la pared de la sala, exactamente arriba de la campanilla. Se encontró allí en un instante y pude verla en el momento en que corría la puerta disimulada. Cuando grité que era una falsa alarma, la volvió a colocar en su sitio, miró el cohete, salió corriendo de la habitación y no he vuelto a verla desde entonces. Me levanté y, después de excusarme, salí de la casa. No me decidí a apoderarme de la fotografía de inmediato, porque el cochero había entrado a la sala y me estaba observando fijamente. Me pareció más seguro esperar. La precipitación puede arruinar todo.
      "Nuestra misión está prácticamente terminada. Mañana llamaré al rey, y con usted, si quiere venir, iremos directamente a la casa de nuestra amiguita. Nos llevarán a la sala para esperar, pero lo más probable es que cuando llegue no nos encuentre a nosotros ni a la fotografía. Será una satisfacción para Su Majestad recobrarla con sus propias manos."
      -¿Y cuándo iremos, dice usted?
      -A las ocho de la mañana. Aún no se habrá levantado, de tal modo que tendremos el campo libre. Además, debemos apresurarnos, porque este matrimonio puede significar un cambio completo en su vida y en sus hábitos. Debo telegrafiar al rey sin demora.
      Habíamos llegado a Baker Street y nos habíamos detenido frente a la puerta. Mientras él buscaba las llaves en su bolsillo, pasó alguien diciendo:
      -Buenas noches, señor Sherlock Holmes.
      Había varias personas en la calle en ese momento, pero el saludo parecía proceder de un joven delgado que venía en un carruaje abierto, pero que continuó su camino de inmediato.
      -He oído antes de ahora esa voz -dijo Holmes, siguiendo con la mirada el carruaje, iluminado apenas por la luz del farol callejero-. Pero no sé quién pueda haber sido ese jovencito.


      III

      Dormí esa noche en Baker Street y estábamos gozando de nuestra taza de café y nuestras tostadas mañaneras, cuando el rey de Bohemia entró precipitadamente en la habitación.
      -¿De verdad la ha obtenido? -gritó tomando a Sherlock Holmes de los hombros y mirándolo ansiosamente a la cara.
      -Todavía no.
      -Pero, ¿tiene esperanzas?
      -Sí las tengo.
      -Entonces, venga. Estoy impaciente por partir.
      -Necesitaremos un coche.
      -Tengo mi carruaje afuera, esperando.
      -Entonces eso simplificará las cosas.
      Descendimos y partimos de nuevo hacia Briony Lodge.
      -Irene Adler se ha casado -comentó Holmes.
      -¡Casado! ¿Cuándo?
      -Ayer.
      -Pero, ¿con quién?
      -Con un abogado inglés apellidado Norton.
      -Pero... ella no puede amarlo.
      -Tengo profundas esperanzas de que lo ame.
      -¿Por qué?
      -Porque salvaría a Su Majestad de todo temor de futuras molestias. Si la dama ama a su esposo, no ama a Su Majestad. Y si no ama a Su Majestad, no hay razón para que se interponga en los planes de Su Majestad.
      -Es cierto. Y, sin embargo... bueno, quisiera que hubiera sido de mi clase y posición. ¡Qué reina tan magnífica habría sido! -lanzó un suspiro y se sumió en un malhumorado silencio que no fue interrumpido hasta que llegamos a Serpentine Avenue.
      La puerta de Briony Lodge estaba abierta y una dama anciana se encontraba en lo alto de los escalones. Nos miró con expresión sardónica, mientras descendíamos del carruaje.
      -El señor Sherlock Holmes, supongo -dijo.
      -Yo soy el señor Holmes -contestó mi compañero con expresión interrogadora y asombrada.
      -Desde luego. Mi señora me aseguró que era muy probable que viniera usted a buscarla. Salió esta mañana con su esposo, en el tren de las 5:15. Partió hacia el continente.
      -¡Qué! -Sherlock Holmes retrocedió tambaleándose, pálido de ira y de sorpresa-. ¿Quiere decirme que ha salido de Inglaterra?
      -Sí, para no volver nunca.
      -¿Y los papeles? -preguntó el rey con voz ronca-. ¡Todo está perdido!
      -Ya veremos -empujó a la sirvienta a un lado y corrió hacia la sala, seguido por el rey y por mí. Los muebles estaban esparcidos en todas direcciones; los anaqueles se veían vacíos; los cajones estaban abiertos. Todo parecía indicar que la dama había recogido rápidamente sus pertenencias antes de emprender aquella precipitada fuga. Holmes se acercó al tiro de la campanilla, corrió una puertecilla secreta y extrajo una fotografía y una carta. La fotografía era de la propia Irene Adler sola, vestida en traje de gala. La carta estaba dirigida a Sherlock Holmes. Mi amigo la abrió y los tres la leímos al mismo tiempo. Estaba fechada a la medianoche del día anterior y decía lo siguiente:

      Mi querido señor Sherlock Holmes:

      Realmente lo hizo usted muy bien. Me sorprendió por completo. Hasta la alarma de incendio no concebí la menor sospecha. Pero entonces, cuando descubrí cómo me había traicionado yo misma, empecé a pensar. Ya me habían prevenido contra usted desde hacía meses. Me habían dicho que si el rey empleaba un agente, ése sería usted. Y me dieron su dirección. Sin embargo, a pesar de todo esto, me hizo revelarle lo que quería saber. Aun después de concebir sospechas, encontré difícil desconfiar de un sacerdote tan gentil y anciano. Pero, como usted sabe, yo misma he estudiado el arte de la representación. El disfraz masculino no es nada nuevo para mí. Con frecuencia me aprovecho de la libertad que da. Envié a John, el cochero, a vigilarlo, corrí escaleras arriba, me puse mi traje especial de paseo, como llamo a mi disfraz, y bajé en el momento en que usted se marchaba.
      Bueno, le seguí hasta la puerta para asegurarme de que en realidad era objeto de interés para el célebre Sherlock Holmes. Entonces, un poco imprudentemente, le di las buenas noches y partí hacia el Temple, para reunirme con mi esposo.
      Los dos pensamos que el mejor recurso era la huída, ya que teníamos frente a nosotros a un antagonista formidable. Por tanto, cuando venga a buscarnos mañana, encontrará el nido vacío. En cuanto a la fotografía, su cliente puede descansar en paz. Amo y soy amada por un hombre mejor que él. El rey puede hacer lo que guste, sin temor a que intervenga alguien a quien él traicionó cruelmente. Voy a conservarla como defensa. Es un arma poderosa que me defenderá de cualquier paso que en mi contra se pueda dar en el futuro. Le dejo una fotografía que quizá quiera conservar. Y yo quedo a sus órdenes, mi querido señor Sherlock Holmes, como su atenta servidora.

      Irene Norton,
      de soltera, Irene Adler

      -¡Qué mujer...! ¡Oh, qué mujer! -gritó el rey de Bohemia cuando los tres terminamos de leer la epístola-. ¿No les dije lo rápida y resuelta que es? ¿No habría sido una reina admirable? ¿No es una lástima que no haya sido una mujer de mi nivel?
      -De lo que he visto de esa dama, me parece que realmente está en un nivel muy diferente al de Su Majestad -dijo Holmes con frialdad-. Siento no haber podido llevar el negocio de Su Majestad a una conclusión más feliz.
      -¡Por el contrario, mi querido señor! -gritó el rey-. ¡Nada pudo haber resultado mejor! Yo sé que la palabra de ella es inviolable. La fotografia está ahora tan segura como si estuviera en el fuego.
      -Me alegra oír decir eso a Su Majestad.
      -Me siento inmensamente agradecido con usted. Le suplico que me diga en qué forma puedo recompensarlo. Este anillo... -extrajo de su dedo un anillo en forma de serpiente, con una gran esmeralda en el centro, y lo extendió hasta mi amigo, colocándolo en la palma de su mano.
      -Su Majestad tiene algo que vale mucho más para mí -dijo Holmes.
      -No tiene más que pedirlo.
      -¡Esta fotografía!
      El rey lo miró con expresión de asombro.
      -¿La fotografía de Irene? -gritó-. Si la quiere, es suya.
      -Agradezco mucho esto a Su Majestad. Entonces, no queda nada más por hacer en este asunto. Tengo el honor de desear a usted muy buenos días -hizo una reverencia y se dio la vuelta sin hacer caso de la mano que el rey le extendía. Salió de la casa en mi compañía y nos dirigimos de nuevo a sus habitaciones.
      Y así fue como terminó un escándalo que amenazaba afectar seriamente el reino de Bohemia. Y así fue también como los mejores planes de Sherlock Holmes fueron arruinados por el ingenio de una mujer. Antiguamente mi compañero acostumbraba burlarse mucho de la supuesta inteligencia femenina, pero no he oído que lo haga a últimas fechas. Y cuando habla de Irene Adler, o cuando se refiere a su fotografía, siempre lo hace bajo el honorable título de la mujer.

      Arthur Conan Doyle
      Las aventuras de Sherlock Holmes